Es curioso que gente como nuestros padres y abuelos compraron relojes y los usaron para todo lo que hacían, y han llegado funcionando hasta aquí funcionando.
El amor que tengo a los vintages se debe a estas dos cosas: una es objetiva, porque me dice la cabeza que un bien de consumo que sea capaz de funcionar y conserve su apariencia saludable durante cuarenta años no es habitual, es algo casi extraordinario. Pero la segunda razón es más emocional, y tiene que ver con el hecho de que han “vivido” lo mismo que sus dueños, pegaditos a ellos, y no han fallado nunca.
Preguntaos cuantos relojes del mercado actual tienen ese valor añadido…
Por otra parte, los relojes de cuarzo no van durar lo mismo que los mecánicos, con lo que su aporte emocional radica en nuestra infancia, en el mejor de los casos, pero no más allá. No es lo mismo un Pogue que el primer G, por más que los dos hayan estado en el espacio.
Por eso he dejado de lado los relojes de cuarzo. No busco la comodidad en esto, ni sus funciones, ni su dureza, ni la posibilidad de reemplazarlos por un bajo coste.
No puedo tener un Patek, pero en el fondo quiero compartir su filosofía cuando dicen “realmente nunca posees del todo un Patek, sólo lo custodias hasta la siguiente generación”.
Como sé que no voy a durar más que una vida, y que los valores que pretendo inculcarle a mi hijo puede que no arraiguen, los relojes serán entre nosotros un hilo común. Por eso quiero comprarme relojes de mayor valor económico, para que por lo menos ese aspecto haga que quiera conservarlos y así llegue a apreciarlos.