El reloj de Doolittle
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Quisiera comenzar agradeciendo la inestimable colaboración de Emma Quedzuweit, Chris Rose y, muy especialmente, de Larry Kelley, quien no solo respondió con amabilidad y paciencia a mis correos, sino que además compartió con gran generosidad una abundante cantidad de información y valiosas anécdotas.
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Durante un tiempo, hubo cierto debate entre aficionados a los relojes y la historia de la Segunda Guerra Mundial sobre qué reloj utilizó Jimmy Doolittle durante su acción de guerra más famosa. Se analizaban fotografías y fragmentos de viejos noticiarios en un intento de extraer algo claro de imágenes borrosas.
Se mencionaban varios posibles candidatos, que iban desde el conocido Weems “second-setting” hasta el popular A-11. También se citaba a Ted W. Lawson, quien, en su famosa crónica sobre la misión, menciona un momento en China en el que recordó los relojes que había perdido.
“(…) I thought about the watches again—the Elgin my mother had given me when I graduated from high school and the navigator’s hack watch with the sweep second hand.”
Lawson, Ted W. Thirty Seconds Over Tokyo. New York: Random House, 1943.
———Volví a pensar en los relojes: el Elgin que mi madre me había regalado cuando me gradué en el instituto y el…
navigator’s hack watch: reloj de navegante con parada de segundero.
with the sweep second hand: literalmente “con segundero de barrido”. Actualmente, este término suele emplearse para referirse a segunderos en calibres que laten a una frecuencia de 28.800 alternancias por hora (4 Hz) o superior. Sin embargo, en la época en que se escribió el texto, parece que simplemente aludía a un segundero central.
Teniendo en cuenta el contexto histórico, todo parece indicar que Lawson se refería a un A-11, un modelo producido en grandes cantidades bajo especificaciones militares (MIL-SPEC) por fabricantes como Elgin, Bulova y Waltham Watch Co., entre otros. Este modelo incluía función de parada de segundero y se volvió tan popular e icónico que se ganó el apodo de “el reloj que ganó la guerra”.
La especificación original, 94-27834 Watch; Navigation, Type A-11A (Hack), fue propuesta en 1938 y aprobada en 1940. A lo largo de los años, se le asignaron sucesivas revisiones con una letra final:
- 94-27834 – aprobada el 6 de junio de 1940
- 94-27834-A – aprobada el 10 de septiembre de 1940
- 94-27834-B – aprobada el 2 de noviembre de 1942
- 94-27834-C – aprobada el 29 de septiembre de 1944
- 94-27834-D – aprobada el 16 de junio de 1945
Las más relevantes para el caso que nos ocupa serían las dos primeras. Para más detalles, incluyo una imagen de la página correspondiente del libro de Zaf Basha, Vintage Military Wristwatches: A Guide for the Collector. Self‑published, August 12, 2023.
Por su denominación, quizás deberían incluirse también algunos modelos de A-11 que incorporaban un bisel tipo Weems para ajuste de segundo, aunque, como veremos, esto resulta irrelevante para el propósito que aquí nos ocupa.
A pesar de todos los esfuerzos y teorías —interesantes, sin duda—, no se logró alcanzar una conclusión con absoluta certeza. Lo más curioso de todo esto es que no hacía falta: el propio Jimmy Doolittle se encargó de dejar la respuesta para la posteridad. El reloj que utilizó durante el famoso Doolittle Raid no fue otro que un Longines Lindbergh Hour Angle, concretamente este Longines Lindbergh Hour Angle.
Pero antes de relatar la historia del reloj de Doolittle, veamos brevemente cómo se originó este peculiar modelo.
En los inicios de la aviación, la navegación aérea era aún bastante rudimentaria. En esencia, no difería mucho de la navegación terrestre: se trazaba una ruta sobre el mapa, se identificaban puntos característicos del terreno y se avanzaba de un lugar a otro mediante observación visual y el uso de instrumentos básicos como la brújula, el cronógrafo o más adelante también el derivómetro. Este método, basado en la observación y la navegación a estima (dead reckoning), podía funcionar relativamente bien en zonas con referencias visibles y fáciles de reconocer. Sin embargo, presentaba serias dificultades en entornos homogéneos —como llanuras infinitas, selvas densas, desiertos monótonos, regiones polares o, peor aún, sobre el océano— donde no había puntos de referencia claros. A ello se sumaban los posibles errores de los instrumentos, del piloto o del propio cálculo de la deriva.
Con la mejora progresiva de las aeronaves y el aumento de las distancias a cubrir, se hizo evidente la necesidad de técnicas más precisas. La solución lógica fue recurrir a métodos heredados de la navegación marítima, entre ellos la navegación astronómica. No obstante, los aeronautas del siglo XIX ya habían comprobado que los sextantes navales tradicionales no eran adecuados para su uso en aeronaves: el horizonte visual sobre el mar, base de referencia para medir ángulos celestes, no era utilizable en el aire. Esta limitación no era nueva: ya los exploradores marítimos y cartógrafos se habían enfrentado al mismo problema cuando el horizonte no era visible, y la solución consistía en crear sextantes con horizonte artificial.
Se desarrollaron instrumentos con horizonte artificial de mercurio, pero resultaban difíciles de utilizar en embarcaciones debido al constante cabeceo y balanceo. En 1915, la Armada de los Estados Unidos experimentó con un sextante equipado con un horizonte de péndulo, pero este también resultó ineficaz para aeronaves. Sin embargo, se sugirió que un horizonte artificial estabilizado mediante giroscopio podría ser una alternativa viable. En 1919, a propuesta del oficial de la Armada de los Estados Unidos Richard E. Byrd, se introdujeron los sextantes con nivel de burbuja, que ofrecían una solución más práctica tanto para barcos como para aeronaves.
Ese mismo año, en junio, los británicos John Alcock y Arthur Brown realizaron la primera travesía aérea sin escalas del Atlántico Norte, desde San Juan, Terranova (Canadá) hasta Clifden, Connemara, condado de Galway (Irlanda). Durante el vuelo, el navegante Brown se vio obligado a utilizar el sextante en varias ocasiones, especialmente al perder la visibilidad sobre bancos de niebla, lo que evidenció la importancia de contar con instrumentos fiables para la navegación astronómica.
Un momento clave en el desarrollo de esta disciplina se produjo en 1922, con la primera travesía aérea del Atlántico Sur. Entre el 30 de marzo y el 17 de junio, los aviadores portugueses Carlos Viegas Gago Coutinho y Artur de Sacadura Freire Cabral completaron un vuelo histórico a pesar de múltiples contratiempos mecánicos. Coutinho, oficial de la Armada portuguesa con amplia experiencia en navegación por todo el mundo, utilizó un sextante de su propia invención equipado con un horizonte artificial generado con la ayuda de una burbuja de agua, al que denominó sextante de precisión. Posteriormente, se le incorporó iluminación para permitir su uso nocturno. Además, junto con Cabral, desarrolló el corrector de trayectoria, un dispositivo que permitía determinar el ángulo entre el eje longitudinal del avión y su rumbo efectivo, en función del viento. Ambos instrumentos fueron probados con éxito en un vuelo de Lisboa a Madeira en 1921, antes de emprender la travesía del Atlántico Sur al año siguiente. Aunque las técnicas desarrolladas deberían haber supuesto un gran avance en la navegación aérea, su adopción fue sorprendentemente lenta.
En 1925, la fragilidad de los métodos de navegación aérea quedó dramáticamente expuesta durante el intento del comandante John Rodgers de volar desde California hasta Hawái. La travesía, inicialmente planeada para un grupo de tres hidroaviones, se redujo pronto a uno solo: un aparato de nuevo diseño no estuvo listo a tiempo y el segundo sufrió un fallo de motor cinco horas después del despegue. Aunque la tripulación del PN-9 llevaba sextantes, no confiaban en sus mediciones y optaron por la navegación radioeléctrica, guiándose mediante señales transmitidas por barcos de apoyo. Sin embargo, los radiogoniómetros eran aún imprecisos, y los errores técnicos y humanos provocaron que perdieran el rumbo. Al quedarse sin combustible, el avión tuvo que amerizar en mitad del océano, a cientos de millas de su destino. Sorprendentemente, la tripulación logró navegar durante diez días sobre el agua, avanzando casi 640 kilómetros hasta situarse a tan solo 24 kilómetros de la bahía de Nawiliwili, en Kauai, donde finalmente fueron encontrados por el submarino USS R-4 tras una operación de búsqueda de la Armada estadounidense. Todo esto sucedía al tiempo que se producía la catástrofe del dirigible USS Shenandoah, lo que, como vimos más arriba, motivó la dura protesta pública del general Billy Mitchell.
Un año más tarde, en 1926, España realizó su propia contribución a la navegación aérea con el vuelo del Plus Ultra. El comandante Ramón Franco, junto a los capitanes Julio Ruiz de Alda, Juan Manuel Durán y el mecánico Pablo Rada, voló desde Palos de la Frontera (Huelva) a Buenos Aires atravesando el Atlántico Sur. La ruta incluyó escalas en Las Palmas, Porto Praia, Fernando de Noronha, Recife, Río de Janeiro y Montevideo, hasta aterrizar en la capital argentina el 10 de febrero, 19 días después de su salida.
Aunque Franco llevaba a bordo un sextante de precisión, su uso de la navegación astronómica fue limitado. Su método principal fue la navegación a estima, basada en mantener un rumbo corregido por la deriva del viento, que él calculaba con la ayuda de tablas confeccionadas previamente. Sin embargo, este método tenía sus riesgos. Por fortuna, el Plus Ultra estaba equipado con un radiogoniómetro, operado por Ruiz de Alda, que permitía orientarse gracias a señales de radio. Sin ese aparato, es muy probable que el vuelo no hubiera tenido el mismo desenlace exitoso.
La importancia que había tenido ese instrumento quedó aún más de manifiesto unos años después, cuando el propio Ramón Franco intentó llegar a Norteamérica volando desde España. En esta ocasión, trataba de alcanzar las islas Azores, pero al no llevar radiogoniómetro y no saber utilizar correctamente el sextante de precisión, se perdió en medio del océano. Agotado el combustible, tuvo que amerizar y pasar varios días a la deriva con su tripulación, hasta que finalmente fueron rescatados por el portaaviones británico Eagle.
En 1927, Charles A. Lindbergh cruzó el Atlántico Norte desde Nueva York hasta París a los mandos de su Spirit of St. Louis. Lo hizo utilizando brújulas, cronómetros y derivómetros, pero sin recurrir a la navegación astronómica. Fue, sin duda, una hazaña histórica, aunque también puso de relieve que Lindbergh era un piloto excepcional que dominaba con maestría los métodos tradicionales de la aviación, pero no tanto un navegante competente.
Esta limitación quedó aún más clara al año siguiente, cuando, volando nuevamente en el Spirit of St. Louis, se desorientó en pleno vuelo nocturno entre La Habana y la costa suroeste de Florida. El incidente ocurrió en mitad de la noche y fue lo bastante grave como para que Lindbergh lo recordara años más tarde en su autobiografía Autobiography of Values.
Over the Straits of Florida my magnetic compass rotated without stopping (…) I had no notion whether I was flying north, south, east, or west. A few stars directly overhead were dimly visible through haze, but they formed no constellation I could recognize. I started climbing toward the clear sky that had to exist somewhere above me. If I could see Polaris, that northern point of light, I could navigate by it with reasonable accuracy. But haze thickened as my altitude increased (…)
Nothing on my map of Florida corresponded with the earth’s features I had seen (…) where could I be? I unfolded my hydrographic chart—not Florida, not Cuba. Then I must be over the Bahamas. That would mean I had flown at almost a right angle to my proper heading, and it would put me close to three hundred miles off route!
Lindbergh, Charles A. Autobiography of Values. Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1978.
———Sobre el estrecho de Florida, mi brújula magnética giraba sin parar (…) No tenía ni idea de si volaba hacia el norte, el sur, el este o el oeste. A través de la bruma se veían tenuemente algunas estrellas, pero no formaban ninguna constelación que pudiera reconocer. Empecé a ascender hacia el cielo despejado que tenía que existir en algún lugar por encima de mí. Si pudiera ver la Estrella Polar, ese punto luminoso del norte, podría orientarme por él con una precisión razonable. Pero la bruma se espesaba a medida que aumentaba mi altitud (…)
Nada en mi mapa de Florida se correspondía con los accidentes terrestres que había visto (…) ¿dónde podía estar? Desplegué mi carta hidrográfica: ni Florida, ni Cuba. Entonces debía de estar sobre las Bahamas. Eso significaba que había volado casi en ángulo recto con respecto a mi rumbo correcto, ¡y que me había desviado casi trescientas millas de mi ruta!
De haberse producido ese error de navegación nueve meses antes, en mitad del Atlántico, es muy probable que el nombre “Lindbergh” se hubiera perdido en las brumas del Atlántico y de la historia. Sin embargo, aquel tropiezo en el Caribe resultó ser un punto de inflexión: no solo cambió la percepción del propio Lindbergh sobre la importancia de una buena navegación, sino que también impulsó avances fundamentales para todos los aviadores. Poco después, el ya célebre piloto tendría como tutor a un oficial de la Armada, y de esa colaboración nacería una nueva era en la navegación aérea.
Philip Van Horn Weems gozaba ya de una sólida reputación en el ámbito de la navegación cuando, durante las décadas de 1920 y 1930, se convirtió en una figura clave en el desarrollo de la llamada “avigation”, término empleado entonces para diferenciar la navegación aérea de la marítima. Aunque sus ideas innovadoras solían chocar con la mentalidad conservadora de sus superiores en la Marina, Weems se mantuvo firme en su empeño por perfeccionar los métodos de navegación aérea, convencido de que el futuro de la aviación dependía en buena medida de resolver ese desafío técnico.
Su interés por la navegación aérea surgió en 1919, mientras prestaba apoyo en la histórica travesía del Atlántico por parte del hidroavión NC-4. Años después, tras el accidentado vuelo polar de Roald Amundsen en 1925 —en el que la tripulación estuvo a punto de perderse tras un aterrizaje forzoso—, el explorador Lincoln Ellsworth empezó a buscar soluciones concretas para mejorar la navegación en vuelos de largo alcance. Por entonces, Weems era instructor en la Academia Naval de Annapolis. Aunque no era piloto, le fascinaba el reto intelectual de adaptar la navegación astronómica al entorno dinámico y cambiante del vuelo. Sin embargo, sus superiores rechazaron su propuesta de financiación para desarrollar un sistema simplificado, considerando innecesaria su iniciativa.
No todos compartían esa opinión. Ellsworth quedó tan impresionado por las ideas de Weems que decidió apoyarle económicamente. Así nació, en 1927, la Weems School of Navigation, fundada por él y su esposa. Su prestigio creció rápidamente y, tras su colaboración con Lindbergh, se convirtió en tutor de algunas de las grandes figuras de la aviación que buscaban dominar sus técnicas para afrontar con mayor seguridad los vuelos de larga distancia. Entre quienes recurrieron a él se encontraban Richard E. Byrd, Harold Gatty —quien acabaría convirtiéndose en instructor de su escuela y enseñaría el método a la propia esposa de Lindbergh—, Howard Hughes y Amy Johnson. Su influencia no se limitó solo a los pioneros; también formó a numerosos navegantes de las incipientes aerolíneas comerciales, contribuyendo así de forma decisiva a profesionalizar la navegación aérea.
Su obra Air Navigation (1931) fue especialmente influyente, y mereció la medalla de oro del Aero Club de Francia. A medida que los aviones evolucionaban y las distancias a cubrir se ampliaban, Weems perfeccionó también sus herramientas y métodos. Véase el nivel técnico alcanzado que se muestra en este anuncio de 1942, su sistema de navegación es un conjunto integrado de instrumentos y procedimientos, una versión analógica del GPS moderno. Nótese la presencia del reloj.
En cualquier caso, fue en abril de 1928 cuando Charles Lindbergh, durante una visita al portaaviones USS Langley para observar las operaciones aéreas a bordo, coincidió con aquel entusiasta capitán de corbeta de la Marina, P. V. H. Weems, que estaba realizando experimentos de navegación aplicados a la aviación embarcada. Weems aprovechó la ocasión para mostrar a Lindbergh algunos de los dispositivos en los que estaba trabajando. Entre ellos destacaban un sextante con burbuja, que estaba ayudando a perfeccionar en colaboración con el National Bureau of Standards, y un prototipo de reloj con ajuste de segundo (second-setting ) —el primero realmente diseñado para aviadores— que podía sincronizarse con precisión exacta al segundo.
Hasta entonces, los cronómetros utilizados en navegación solo podían ajustarse al minuto, algo que en el siglo XIX podía aceptarse para los marinos, quienes a menudo pasaban semanas sin posibilidad de corrección. Pero en el contexto del siglo XX, con vuelos de larga distancia y transmisiones horarias por radio disponibles, aquel margen de error resultaba inaceptable. Una desviación de apenas 30 segundos en el reloj podía suponer un error de cálculo de posición de hasta siete millas, lo cual hacía de la innovación de Weems una mejora fundamental para la navegación aérea.
El nuevo reloj con función de ajuste de segundo ganó rápidamente popularidad. Longines produjo versiones específicas para la Academia Naval de Annapolis e, irónicamente, también vendió a la marina japonesa, a través de su distribuidor estadounidense Wittnauer, en los años inmediatamente anteriores al ataque a Pearl Harbor. La idea se aplicó en dos variantes: una con un dial ajustable interno y otra con un bisel exterior.
La idea era simple. Cuando sonaba la marca horaria (los conocidos “pips”, hablamos de ellos y de la sincronización de relojes en otro hilo) se utilizaba el dial interior o el bisel (según modelo) para seguir la manecilla y dejar el 60 fijado en el punto en el que había sonado el último “pip”. De esa forma se disponía de una nueva escala de segundos sincronizada con la señal horaria de la radio.
Impresionado por la claridad de ideas y la utilidad de los instrumentos desarrollados por Weems, Lindbergh llegó a solicitar a la Casa Blanca que se le asignara como instructor personal en navegación. A pesar de la reticencia de sus superiores, Weems obtuvo un permiso temporal para asumir esa tarea. Durante un mes entero, entrenó intensamente a Lindbergh en las técnicas de navegación astronómica aplicadas al vuelo, utilizando su característico reloj de aviador como una de las herramientas clave.
Interesante artículo publicado en Popular Science Monthly en agosto de 1928. En él se menciona que, utilizando métodos convencionales, obtener la posición podía llevar entre quince minutos y media hora, mientras que con el método simplificado de Weems bastaban apenas cuarenta segundos en una noche despejada o unos dos minutos durante el día.
De aquella colaboración nació una idea que marcaría un hito: Lindbergh propuso el diseño de un reloj capaz de ayudar a calcular la longitud geográfica, lo cual, combinado con la latitud obtenida mediante el sextante, permitiría establecer con precisión las coordenadas de la posición. El concepto se basaba en tres elementos esenciales: la hora GMT recibida por radio, el uso de un almanaque náutico que permitiera conocer la ecuación del tiempo en la fecha concreta de la observación, y el dominio de la relación entre la hora y la longitud. El resultado de ese planteamiento fue el célebre Hour Angle Watch, que también sería producido por Longines y que se convertiría en una herramienta fundamental para la navegación aérea de precisión.
Para no liarnos con meridianos, ángulos, grados y demás, dejo por aquí un video que Longines publicó hace unos años explicando su funcionamiento.
Asimismo, dejo aquí también un artículo con explicaciones y algún ejemplo práctico para quien quiera profundizar más. Incluiré el enlace de un trabajo más extenso (en inglés) en el apartado de referencias y material de ampliación.
El primer reloj Longines Lindbergh Hour Angle se remonta a 1931 y presentaba unas dimensiones generosas, con un diámetro de 47,5 milímetros, un tamaño ideal para relojes de navegación o de aviador. Incorporaba el calibre Longines 18.69 N.S.C., un movimiento mecánico de cuerda manual originalmente diseñado para relojes de bolsillo, como era habitual en los relojes de navegación de la época. La caja estaba realizada en plata esterlina y el dial blanco, con detalles en tono champán, ofrecía una lectura clara y precisa. De esta primera serie se produjeron en torno a 2.000 unidades, fabricadas por Longines y distribuidas en Estados Unidos por Longines-Wittnauer.
En 1938 se lanzó una segunda serie del Lindbergh, manteniendo el diseño de caja pero incorporando el calibre Longines 37.9 N, también de cuerda manual. No obstante, la innovación más destacada por parte de Longines llegó un año antes, en 1937, con la presentación de versiones de menor tamaño. Ese año se fabricó un modelo Weems de tan solo 28 mm de diámetro, y se presentó también el Hour Angle en una variante más compacta: 33 mm de ancho (sin contar la corona), 40,5 mm de longitud entre asas (lug-to-lug) y un paso de correa de 16 mm.
Jeweler’s Circular Keystone(and Horological Review), septiembre de 1937
Popular Photography, diciembre de 1937
Existe cierto debate sobre si estas reducciones de tamaño respondieron al deseo de ofrecer relojes adaptados a la señora Lindbergh y a otras aviadoras de la época. Sin embargo, lo más probable es que se tratara de una estrategia comercial para popularizar el modelo como accesorio de moda. Charles Lindbergh era una figura extremadamente popular, y Longines supo aprovechar ese tirón para atraer también a aficionados a la aviación o al estilo aeronáutico, aunque no fueran necesariamente pilotos. Aun así, el modelo pequeño del Lindbergh no se concibió únicamente como un artículo estético, sino que conservaba su utilidad como instrumento de navegación, pensado para un uso cotidiano.
El llamado “boom Lindbergh” había contribuido notablemente a aumentar el número de licencias de piloto, aviadoras y pasajeros comerciales, en un contexto de recuperación tras la Gran Depresión. Este fenómeno contribuyó a consolidar el atractivo de estos relojes, tanto entre profesionales como entre el público general.
Los modelos más pequeños del Lindbergh Hour Angle utilizaron varios calibres de la casa:
- 10,68N (1939) o Z
- 11,68N o Z
- 12,68N (1939) o ZS
En total se fabricaron cuatro versiones del Hour Angle reducido: tres en acero y una en versión chapada en oro.
Los modelos de acero podían encontrarse con o sin el sistema de bloqueo del bisel (“thumb lock ”) y eran ensamblados por completo en la factoría de Longines en Saint-Imier. Los biseles presentaban una escala esmaltada bicolor (negro y verde o azul) y agujas tipo “feuille ” (hoja) en acero azulado.
En cuanto a la versión chapada en oro, ligeramente más pequeña (32 mm), se fabricaron con cajas y biseles producidos por Keystone Watch Case Company en Riverside, Nueva Jersey, mientras que Longines suministraba los movimientos y las esferas. Esta misma empresa estadounidense fue también la encargada de fabricar las cajas para los modelos Weems de 28 mm, disponibles en acabado cromado, chapado en oro o incluso en oro macizo de 14 quilates.
Casi todos los modelos en acero fueron destinados al mercado estadounidense, y llevaban grabado en el reverso el texto de la patente registrada en Estados Unidos.
The American Horologist, octubre de 1939
New Castle News, 28 de junio de 1940
The Leigh Bachelor, marzo 1941
El reloj de Jimmy Doolittle es de 1939. En la trasera lleva grabado un mensaje sencillo pero emotivo: “Jim from Mother 1939”. Según contó el propio Doolittle, “Mother” no se refería a su madre biológica, sino a su suegra, Margaret J. Daniels (née Travis) que fue quien se lo regaló.
Abro aquí un pequeño paréntesis para contextualizar este detalle. Como se mencionó anteriormente, en 1930 Jimmy Doolittle dejó el Ejército para comenzar a trabajar en Shell, ya que tanto su madre como su suegra estaban enfermas y el sueldo militar no bastaba para sostener a la familia. Su madre falleció ese mismo año, y su suegra, según una esquela publicada en el Los Angeles Times, 2 de enero, 1932, habría fallecido el 31 de diciembre de 1931.
Sin embargo, ni las biografías publicadas ni los propios nietos parecen tener certeza sobre la fecha exacta, ni cuentan con documentación oficial que la confirme. Por nuestra parte, nos limitamos a aceptar la versión ofrecida por el propio general.
El reloj, recibido en diciembre de 1939, fue el que llevó durante la famosa incursión sobre Tokio. Al parecer, cuando volvió de China solo tuvo que cambiarle la correa, ya que la original había quedado destrozada. Años después, su hijo, James Jr., también lo usó. Pero tras el trágico suicidio de este, Doolittle recuperó el reloj, que ahora tenía aún más carga simbólica y emocional.
En julio de 1976, con motivo de la inauguración del nuevo edificio del National Air and Space Museum en el National Mall de Washington D. C., el presidente Gerald Ford ofreció una recepción oficial. Al acto asistieron algunas de las figuras más destacadas de la aviación estadounidense, entre ellas el general Doolittle. Ese mismo día, el presidente pidió a su director de comunicaciones y redactor de discursos, Don “Penny” Schneider, que ayudara a Doolittle a preparar una intervención para la Air Force Association. Durante esa colaboración, ambos descubrieron que vivían a solo tres calles de distancia en California. Así comenzó una estrecha amistad que se prolongaría durante diecisiete años, hasta la muerte del general en 1993.
Durante ese tiempo, Don Penny no solo lo asistió con sus discursos, sino que también colaboró en la gestión de una inmensa correspondencia. Doolittle respondía personalmente a todas las cartas que recibía, y Schneider se convirtió en su mano derecha en esa labor. Su relación fue tan profunda que, según contaría más tarde Susan Insley —esposa de Don y destacada abogada del mundo corporativo—, jamás había visto a dos hombres desarrollar un vínculo de respeto y afecto tan sólido.
En su momento, el prestigioso Smithsonian Institution pidió al general Doolittle que donara algunos objetos personales, como ya había hecho con otras piezas históricas —incluidos relojes mencionados a lo largo del hilo— o el famoso mantel bordado con más de medio millar de firmas recogidas por su esposa Joe. Sin embargo, Doolittle quedó profundamente decepcionado al descubrir que, tras fotografiarlo y catalogarlo, el museo había guardado el mantel en una caja de archivo, fuera del alcance del público.
Ese gesto bastó para que se negara a entregar el reloj que había llevado durante la incursión sobre Tokio. No quería que corriera la misma suerte: el olvido de una vitrina cerrada.
En 1992, ya con la salud muy deteriorada, Doolittle citó a Don en el pequeño apartamento que su hijo John le había habilitado en su casa de Pebble Beach. Abrió un cajón del escritorio, sacó el reloj y se lo entregó con una sola pregunta:
—Don, tú coleccionas buenos relojes, ¿verdad?
Tras recibir una respuesta afirmativa, se lo puso en las manos con unas instrucciones muy claras:
—Úsalo para mantener viva la memoria de mis chicos. No lo lleves nunca a un museo; acabarán guardándolo en una caja donde nadie podrá verlo jamás. Y cuando llegue el momento, encuentra al siguiente custodio que acepte esta misma responsabilidad.
Don Penny cumplió fielmente aquel encargo durante más de tres décadas. Hombre polifacético —veterano de la Guerra de Corea, actor de televisión y comediante—, fue también asesor de grandes empresarios, políticos, actores e incluso miembros de la realeza. Escribió discursos y chistes para presidentes, desde Gerald Ford hasta Barack Obama, y también para senadores y congresistas, entre ellos Joe Biden en su etapa en el Senado. Ejerció además como coach de oratoria para figuras del más alto nivel. Sin embargo, entre todos sus objetos personales, el reloj del general Doolittle ocupó siempre un lugar especial.
Hasta entonces, el reloj había vivido bastante alejado del foco público. Solo se había mencionado brevemente en algún artículo, casi de pasada, y los aficionados a los relojes y la historia apenas sabían de su existencia.
Paralelamente, en 1997, Larry Kelley adquirió un bombardero B-25J Mitchell de la Segunda Guerra Mundial.
Desde 1998 comenzó a colaborar activamente con los Doolittle Tokyo Raiders. En 2019 fue nombrado “Raider Honorario” y en 2023 asumió el cargo de gerente de negocios de la Doolittle Tokyo Raiders Association, Inc., creada por los propios Raiders como su organización oficial. Con el paso del tiempo, y al quedar con vida un solo Raider, este había integrado a Tom Casey —su gerente durante más de tres décadas— como presidente de la asociación, y a Kelley como miembro de la junta y gerente de negocios.
Kelley —que también es el fundador y director ejecutivo del Delaware Aviation Museum Foundation— ha sido el principal organizador de las mayores concentraciones de bombarderos B-25 operativos en homenaje a los Raiders: doce aviones en el 60º aniversario, diecisiete en el 68º y hasta veinte en el 70º, celebrado en el National Museum of the United States Air Force.
En 2014, Don conoció a Larry Kelley durante un evento en el aeropuerto de Sarasota, Florida, donde Kelley participaba junto a Tom Casey y Dick Cole —copiloto de Doolittle y en aquel momento uno de los últimos Raiders vivos—. Kelley volaba su B-25 hasta allí para ofrecer vuelos con Cole a bordo, acompañado por cinco pasajeros. Lo recaudado iba destinado al fondo de becas James H. Doolittle. Era una experiencia única: volar en un B-25 junto a uno de los protagonistas originales del raid sobre Tokio. Don Penny quedó impresionado por la dedicación de Kelley y su conexión con el legado de los Raiders. Desde ese encuentro, Don y su esposa Susan se convirtieron en amigos cercanos de Kelley, acompañándolo a numerosos actos conmemorativos, incluida la entrega de la Medalla de Oro del Congreso a los dos últimos supervivientes de la unidad, en la base aérea Wright-Patterson.
Con el paso del tiempo, Don y Susan llegaron a la conclusión de que Larry Kelley era la persona idónea para continuar con la custodia del reloj. En noviembre de 2023, durante una de sus frecuentes visitas, le comunicaron su decisión y le entregaron el reloj, acompañado del mismo compromiso que Doolittle había transmitido décadas atrás. Don Penny fallecería al año siguiente.
Tras recibir el reloj y toda la documentación que acreditaba su procedencia, Kelley contactó con la casa Longines para verificar el número de serie del movimiento. Una vez abierta la caja y cotejada la información, Longines confirmó que el reloj fue vendido el 14 de diciembre de 1939.
Fue entonces cuando el reloj comenzó a recibir algo más de atención. Emma Quedzuweit escribió un artículo para AOPA, con fotografías de Chris Rose, y gracias a ese trabajo su historia empezó a conocerse. Ese mismo artículo fue el que motivó la elaboración de todo este hilo, llevándome a contactar con Emma, Chris y Larry para conseguir las fotografías que acompañan esta sección. A los tres, de nuevo, mi más sincero agradecimiento.
Lejos de guardarlo como una simple pieza de colección, Kelley ha mantenido viva su función simbólica. En cumplimiento del encargo recibido, el reloj no está guardado, sino que viaja con él y se comparte. Desde hace más de veinte años, Kelley colabora con la U.S. Naval Test Pilot School, en la base aérea de Patuxent River, donde su B-25 forma parte del programa de formación como aeronave histórica. En uno de los gestos más emotivos de esta colaboración, permite que los alumnos —futuros pilotos de prueba de élite— lleven el reloj de Doolittle durante los vuelos como forma de rendir homenaje a la historia que representa.
Sin embargo, en noviembre del año pasado, uno de los estudiantes enganchó accidentalmente la corona que acciona el dial interior al quitarse el reloj, y esta se desprendió. La pieza pudo recuperarse, y Kelley la llevó a un maestro relojero, quien diagnosticó que la tija estaba corroída por el paso del tiempo. Actualmente, un artesano especializado en la fabricación de componentes para relojes antiguos está elaborando una nueva pieza a medida. Una vez completada, el reloj será reparado definitivamente.
Mientras tanto, Larry Kelley continúa con la misión que heredó de Don Penny y del “Gran Jimmy Doolittle”: preservar no solo un objeto, sino la memoria viva de los hombres que protagonizaron uno de los capítulos más audaces de la historia de la aviación. Este reloj, más allá de su valor como instrumento de precisión, es un eslabón concreto en la cadena de memoria de una de las gestas más emblemáticas del siglo XX. Un testimonio vivo y tangible de historia, coraje y lealtad entre generaciones.
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