Treinta Segundos Sobre Tokio: El Reloj de Jimmy Doolittle

A @Choznillo y @Malaria

Tu ne cede malis, sed contra audentior ito

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El amanecer del 18 de abril de 1942 llegó con un cielo encapotado y un viento cortante que barría la inmensidad del Pacífico. A unas 650 millas náuticas al este de la costa japonesa, las olas rompían sordamente contra el casco del USS Hornet, un titán de acero que cortaba el agua con la determinación de una flecha lanzada desde el corazón herido de América. La cubierta del portaaviones, húmeda por la bruma salina, estaba repleta de formas oscuras: dieciséis bombarderos B-25B Mitchell, alineados como puños cerrados en espera de una orden.

No eran aviones navales. Eran bombarderos medios de las Fuerzas Aéreas del Ejército, de alas anchas y fuselajes robustos, concebidos para despegar desde pistas que superaban los 1.200 metros, no desde la cubierta del Hornet, que medía 228 metros en total y de la cual apenas dispondrían de unos 150 metros para alzar el vuelo; un tramo estrecho y efímero que se extendía ante ellos como el último suspiro antes del vacío. Cada aparato cargaba cuatro bombas de 500 libras, algunas convencionales, otras incendiarias. Cada uno llevaba cinco hombres, y ninguno podía asegurar su regreso. El viento soplaba con fuerza; no era un obstáculo, sino un aliado: cuanto más fuerte el viento de frente, más sustentación ganaría cada B-25 en el limitado recorrido disponible.

El teniente coronel Jimmy Doolittle, el comandante de la misión, caminaba en silencio hacia su avión, el primer bombardero en la fila, con la vista clavada en el horizonte. Era un hombre pequeño, de 1,67 metros, pero irradiaba una autoridad férrea. A las 07:38 horas, el Hornet recibió una comunicación clave: habían sido avistados por un barco patrulla japonés, el Nittō Maru. La misión debía adelantarse de inmediato. Las naves de escolta, encabezadas por el USS Nashville, hundieron al barco espía con fuego de artillería. Pero ya era tarde. La sorpresa estaba comprometida.

Sin margen para la espera, Doolittle subió a su cabina, se colocó en su asiento, y realizó las últimas comprobaciones con su copiloto, el teniente Richard E. Cole. Las hélices de los dos motores Wright R-2600 comenzaron a girar, primero el derecho, después el izquierdo, y pronto el zumbido se convirtió en un estruendo bestial. Las palas cortaban el aire húmedo del Pacífico con el ímpetu de una cuchilla.

Los marineros despejaron la cubierta. El primer B-25, el de Doolittle, ocupaba la posición más adelantada entre los dieciséis bombarderos, todos dispuestos en una formación escalonada sobre la cubierta del Hornet, lo más a popa posible. Las colas de los últimos colgaban literalmente sobre el abismo, sacudidas por el viento. La intención era dejar libre la zona de despegue, esos escasos 150 metros de cubierta útil hacia proa: una carrera mínima, inflexible. Sin margen de error.

Frente a la cabina de mando, el oficial de señales levantó la pequeña bandera a cuadros y comenzó a girarla en círculos sobre su cabeza. Era la orden para revolucionar los motores. En la cabina, Doolittle asintió con un gesto breve. Tiró de la palanca de gases. Los dos motores Wright R-2600 comenzaron a rugir con una furia controlada. El avión vibró desde las ruedas hasta las alas, una sacudida creciente que se le colaba a los tripulantes por el estómago, como si la máquina tuviera vida propia y pidiera a gritos liberarse. El viento de frente, frío y salado, barría la cubierta con fuerza, ayudando a empujar el aire por las tomas de admisión, aumentando la sustentación que aún no existía, y metiéndose por las rendijas de la carlinga como un presagio de la altura.

Los frenos hidráulicos mantenían el bombardero anclado, casi temblando, contenido como una bestia encadenada. Los indicadores marcaban plena potencia. El casco del portaaviones se hundía levemente con cada ola, y el avión cabeceaba en respuesta, cual jinete cabalgando un potro salvaje.

El oficial de señales vigilaba la proa del Hornet para soltar a Doolittle justo cuando el portaaviones empezase a descender en picado por la cara de una ola. El tiempo necesario para que un B-25 atravesara la cubierta de vuelo significaba que el bombardero alcanzaría la proa en el ascenso, catapultando al avión en el aire.

Llegó el gesto esperado: la bandera descendió como un resorte y el brazo del señalero se extendió bruscamente hacia la proa. Luz verde.

Doolittle soltó frenos.

El B-25 se lanzó hacia adelante con un bramido ensordecedor. Las ruedas retumbaron sobre la cubierta de madera reforzada, golpeando las juntas como tambores de guerra. El morro oscilaba ligeramente, zarandeado por el viento. El avión corría, guiado por unas líneas blancas pintadas sobre la superficie del portaaviones, hacia el filo del mundo. Cada metro desaparecía en un parpadeo. Las hélices cortaban el aire con el estruendo de un asalto. El Pacífico, inmenso y gris, se abría más allá del borde de la cubierta como un vacío dispuesto a engullirlo todo.

Y entonces, justo en el límite, con las ruedas traseras aferradas al último aliento de la cubierta, el bombardero se lanzó al vacío… y pareció desvanecerse. Desde la superficie del portaaviones, quienes lo observaban contuvieron el aliento. Por un instante, creyeron haberlo perdido: el avión cayó bajo la línea de visión, tragado por el horizonte. El silencio duró apenas un segundo, pero pareció eterno.

Y entonces, reapareció. Con un rugido desafiante, el bombardero emergió, alzándose hacia el cielo gris de proa. Lentamente. A regañadientes. Pero se elevó. El tren de aterrizaje se replegó con un quejido metálico. El motor dejó de gruñir y empezó a cantar.

Eran las 08:20, la misión había comenzado.

Uno a uno, los otros quince bombarderos repitieron la maniobra, cada despegue una danza entre el peso y la sustentación, entre la física y la fe. La cubierta del Hornet se convirtió en un altar, y los B-25, en ofrendas al dios de la guerra.

A bordo del puente, el capitán Marc A. Mitscher observaba en silencio. Ninguno de los pilotos sabía con certeza dónde aterrizaría. En sus mapas estaban señaladas zonas rurales del este de China, bajo control nacionalista, donde los aliados chinos debían disponer algunas zonas de recepción improvisadas. Pero no había coordenadas fiables ni pistas aseguradas, y la escasez de combustible tras el adelanto forzoso del despegue hacía aún más incierto el destino. El mal tiempo y la falta de señales visibles convertían la misión en una apuesta desesperada. Se había tornado, en la práctica, en una misión de ida.

Pero en esos instantes, cuando el cielo grisáceo recibía a cada avión uno por uno, no importaba el final. Importaba solo que Estados Unidos se había levantado, y que por primera vez desde Pearl Harbor, el rugido de la represalia surcaba los cielos del Este con alas de acero y voluntad inquebrantable.

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Índice:

  1. James H. “Jimmy” Doolittle

  2. Destino: Tokio

  3. A la vuelta de Oriente

  4. El reloj de Doolittle

  5. Epílogo: Un homenaje moderno — Ball Engineer Master II Doolittle Raiders

Referencias y materiales de ampliación

Anexo: “Treinta segundos sobre Cuatro Vientos”

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James H. “Jimmy” Doolittle

James Harold Doolittle nació el 14 de diciembre de 1896 en Alameda, California, aunque gran parte de su niñez transcurrió en Nome, Alaska. Hijo único de Frank Henry Doolittle, hábil carpintero y aspirante a buscador de oro, y de Rosa Cerenah Doolittle (née Shephard), Jimmy creció en un entorno duro y remoto que, según él mismo reconocería, fue clave en la formación de su carácter.

Frank trasladó a la familia al extremo norte con la esperanza de aprovechar la fiebre del oro, pero esta terminó apenas unos meses después de su llegada. Sin rendirse, logró mantener a los suyos gracias a su gran oficio como carpintero. Durante los años que vivieron en Nome, entre 1900 y 1908, el joven Doolittle —no especialmente disciplinado y poco aplicado en la escuela— empezó a mostrar interés por el trabajo manual. Su padre alentó esa inclinación regalándole una pequeña caja de herramientas y permitiéndole ayudar en algunos de sus trabajos. Al mismo tiempo, el ambiente rudo de la región lo obligó a endurecerse: su pequeña estatura lo convirtió en blanco de burlas, pero su carácter combativo pronto le ganó el respeto de otros chicos. Su primera pelea la tuvo a la temprana edad de cinco años.

“Después de que varios antagonistas se fueran a casa con la nariz ensangrentada, me gané cierto respeto”, recordaría en su autobiografía.

My reputation as a brawler spread and some of my classmates would urge older and taller fellows to provoke me into fighting. Each new kid in the grammar school had to try to whip me in order to be accepted by the gang. My friends enjoyed seeing me plow into my opponents with my brand of intensity; and I must admit I enjoyed winning those early bouts.

Doolittle, James H.; Glines, Carroll V. (1991). I Could Never Be So Lucky Again: An Autobiography, Random House Publishing Group, Chapter 2.
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Mi fama de pendenciero se extendió y algunos de mis compañeros de clase incitaban a los mayores y más altos a provocarme para que peleara. Cada chico nuevo en la escuela tenía que intentar azotarme para ser aceptado por la pandilla. Mis amigos disfrutaban viéndome arremeter contra mis oponentes con mi particular intensidad; y debo admitir que disfrutaba ganando esos primeros combates.

Ese entorno áspero, de desafíos constantes y escasa comodidad, forjó en él una mezcla de independencia, coraje y espíritu competitivo que le acompañaría toda su vida.

En 1908, Doolittle regresó a Los Ángeles con su madre, mientras su padre permanecía en Alaska. Durante los dos años siguientes asistió a la Borendo Elementary School, y en 1910 ingresó en la Los Angeles Manual Arts High School. Allí compartiría pupitre con tres compañeros que más tarde alcanzarían notoriedad: Lawrence Tibbett, futuro barítono de renombre internacional; Goodwin Knight, gobernador de California en la década de 1950; y Frank Capra, el célebre director de cine.

La escuela seguía sin cautivarlo, salvo por los cursos de taller, donde podía trabajar con las manos. Sus intereses eran más físicos —sería un excelente gimnasta— que académicos, pero fue precisamente en esos años cuando vivió experiencias que marcarían su vida.

En 1910, su escuela organizó una visita al Los Angeles International Air Meet, celebrado en Dominguez Field. Allí, por primera vez, el joven Doolittle vio un avión.

Fue un instante decisivo: una chispa se encendió y nunca se apagaría. Dos años más tarde, inspirado por un artículo publicado en Popular Mechanics, intentó construir un planeador. Tras dos intentos fallidos —uno de ellos utilizando como método de arrastre un coche al que un amigo tenía acceso—, lo único que obtuvo fue un amasijo de madera y tela. Sin embargo, su entusiasmo no decayó.

Al leer sobre Alberto Santos-Dumont y su Demoiselle, o al ver imágenes del monoplano con el que Louis Blériot cruzó el Canal de la Mancha, se fijó un nuevo objetivo: construir su propio monoplano. Usaría los restos del planeador y le instalaría un motor de motocicleta. Comenzó a ensamblar la estructura y a ahorrar para comprar el motor… hasta que una tormenta inesperada desbarató sus planes, esparciendo sus sueños por los patios vecinos. Su entusiasmo, esta vez, se vio empañado. Pero solo por un tiempo.

Un día, un profesor de la escuela lo vio enfrascado en una pelea y reconoció en él un talento natural para el boxeo. Decidió entonces encauzar ese ímpetu hacia una disciplina más constructiva, y lo animó a probar suerte en el ring.

Así, a los 15 años, Jimmy empezó a participar en combates amateurs del circuito de la Costa del Pacífico, bajo el techo del Los Angeles Athletic Club. En noviembre de 1912, con apenas 105 libras (47,63 kg), se coronó campeón amateur de la Costa Oeste en la categoría de peso mosca. Más tarde ascendería a peso gallo, compitiendo con 115 libras (52,16 kg).

Disputó numerosos combates usando el seudónimo “Jim Pierce”, nombre con el que se abrió paso en los cuadriláteros del circuito amateur, acumulando victorias o, en el peor de los casos, empates. Su destreza lo llevó incluso a participar en combates de exhibición frente a reconocidos profesionales como Eddie Campi o Kid Williams. Sin embargo, esta afición por el boxeo no era bien vista por su madre… ni por la joven que conquistaría su corazón.

Josephine “Joe” Elise Daniels, originaria de Decatur, Illinois, estudiaba también en la Los Angeles Manual Arts High School. Era el contrapunto perfecto de Jimmy: reservada, aplicada, educada, de modales finos y conducta impecable. A pesar —o quizás a causa— de sus diferencias, se enamoraron. Ya en 1913, cuando apenas eran adolescentes, Doolittle le prometió que se casarían en cuanto terminara los estudios y consiguiera un trabajo estable.

Mientras tanto, Joe fue domando al chico impulsivo, puliendo con paciencia algunas de sus aristas más ásperas. Se casaron en 1917. Tuvieron dos hijos —ambos acabarían siendo también pilotos militares— y permanecieron juntos hasta el fallecimiento de Josephine en 1988, cinco años antes que Jimmy. Fue su compañera constante durante toda una vida marcada por los cielos, la guerra y la historia.

Tras finalizar la escuela en 1914, Doolittle viajó a Alaska para visitar a su padre y tantear alguna oportunidad de futuro. Pero no encontró ni una cosa ni la otra. La relación con su padre era tensa y las oportunidades más bien escasas. Tras una estancia breve y sin rumbo claro, regresó a Los Ángeles con una convicción más firme: tendría que labrarse el porvenir por su cuenta.

Decidido a seguir formándose, se planteó estudiar una carrera universitaria que uniera sus dos grandes intereses: crear con las manos y explorar el mundo. Se debatió entre dos carreras: ingeniería de caminos e ingeniería de minas. La segunda le pareció más atractiva, más aventurera, más cercana al tipo de vida que imaginaba para sí. Como los dos primeros años del plan de estudios eran comunes, en 1915 se matriculó en el Los Angeles Junior College, donde descubrió con satisfacción que no solo disfrutaba del reto académico, sino que, por primera vez, obtenía buenas calificaciones. Durante los veranos se realizaban trabajos en minas, ganando experiencia práctica.

Al terminar el ciclo básico, ingresó en la Escuela de Minas de la Universidad de California en Berkeley. Allí hizo buen uso del gimnasio y descubrió que tenían equipo de boxeo. Se presentó como voluntario, aunque tuvo que subir de categoría y competir como peso medio. Acumuló algunas victorias, pero terminó enfrentándose a un boxeador mucho más experimentado que lo derrotó de forma rotunda. Doolittle extrajo una lección de todo ello: “no importa lo bueno que creas que eres en un deporte, al final llegará alguien que demuestre que es mejor”. Desde ese momento, redobló su apuesta por la educación: una vía más sólida, más constante, y quizás más capaz de llevarlo tan lejos como su ambición lo permitiera.

Con la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, una parte significativa de la juventud estadounidense se vio arrastrada por una oleada de euforia idealista que los llevó a alistarse, animados por el anhelo de aventura y el romanticismo de combatir en tierras lejanas. No tardarían, sin embargo, en descubrir que aquellos sueños se deshacían en el fango sangriento de las trincheras europeas, donde la guerra moderna distaba mucho de las gestas heroicas que habían imaginado.

En este contexto, el joven Doolittle interrumpió temporalmente sus estudios universitarios en octubre de 1917 para alistarse. Mientras muchos de sus contemporáneos optaban por incorporarse a unidades de infantería, él vislumbró la posibilidad de cumplir aquel sueño de adolescencia: volar. Así, se enroló como cadete de vuelo en la Reserva del Cuerpo de Señales del Ejército, organismo que en ese momento tenía a su cargo la naciente aviación militar.

Recibió instrucción teórica en la Escuela de Aeronáutica Militar, instalada en el campus de la Universidad de California, y completó su formación práctica en Rockwell Field, también en California. El 11 de marzo de 1918 fue oficialmente calificado como Aviador Militar de Reserva y recibió el nombramiento de alférez del Cuerpo de Oficiales de Reserva de Señales del Ejército de los Estados Unidos.

Aunque, muy a su pesar, no fue enviado al frente europeo, su contribución al esfuerzo bélico fue clave dentro del territorio nacional. Sirvió como instructor de vuelo en varias bases y participó en patrullas de vigilancia costera y fronteriza. Estuvo destinado en centros como Camp John Dick (Texas), Wright Field (Ohio), Gerstner Field (Luisiana), Rockwell Field (California), Kelly Field (Texas) y Eagle Pass, también en Texas, cerca de la frontera con México.

En Rockwell Field llegó a ejercer como jefe de vuelo e instructor de artillería aérea. Más tarde, en Kelly Field, formó parte del 104º Escuadrón Aéreo y del 90º Escuadrón Aéreo del 1º Grupo de Vigilancia, siendo su unidad destacada en Eagle Pass, donde patrullaban el límite sur del país en plena tensión fronteriza.

La rutina monótona del trabajo como instructor llevaba a muchos jóvenes aviadores a buscar emociones fuera del reglamento, empujando a aquellas frágiles y primitivas máquinas al límite con maniobras temerarias y acrobacias improvisadas. Jimmy Doolittle, temerario por naturaleza, no tardó en convertirse en protagonista —y en ocasiones cabecilla— de estas excentricidades aéreas que sacaban de quicio a sus superiores. Desde atravesar con su avión en vuelo rasante un hangar para “barrerlo”, hasta cortar líneas telefónicas al pasar bajo un puente, sus proezas tenían tanto de audacia como de imprudencia.

Uno de sus episodios más célebres surgió de una osada apuesta con un compañero: Doolittle afirmaba que podía caminar sobre el ala del avión en pleno vuelo y sentarse sobre el eje del tren de aterrizaje mientras su colega lo aterrizaba. Pese a las comprensibles reservas de este último, la maniobra se llevó a cabo con éxito… hasta cierto punto. El avión tomó tierra precisamente en una zona donde el renombrado director Cecil B. DeMille estaba filmando una de sus producciones. Para colmo, DeMille era amigo personal del oficial al mando del intrépido aviador. El resultado fue inmediato: un mes de prohibición de vuelo como castigo ejemplar. No sería la última sanción que recibiría por sus audaces travesuras en el aire.

Al término de la guerra, llegó la inevitable desmovilización, acompañada por un excedente de material militar y de personal altamente capacitado cuyas habilidades tenían escaso encaje en la vida civil de la época. Entre ellos, muchos pilotos veteranos de combate optaron por adquirir a bajo precio uno de los biplanos que el ejército liquidaba en masa, especialmente el popular Curtiss JN-4 “Jenny”, y se lanzaron a una vida de vuelo itinerante conocida como “barnstorming”. Esta forma de espectáculo aéreo consistía en realizar acrobacias —en solitario o como parte de grupos organizados llamados “flying circuses”— con el fin de entretener al público y, de paso, ganarse la vida.

Los “barnstormers” recorrían el país, aterrizando en campos improvisados y ofreciendo vuelos de bautismo o exhibiciones aéreas que desafiaban la lógica y la seguridad, atrayendo multitudes fascinadas por la magia de volar. Incluso figuras legendarias como Charles Lindbergh iniciaron su carrera en este circuito volátil y precario. Porque, a pesar del glamour que podía proyectar desde tierra, el “barnstorming” era una existencia inestable, mal remunerada y profundamente arriesgada: se ganaba poco y se arriesgaba todo.

Este mundo, mezcla de romanticismo, peligro y libertad, fue retratado con notable sensibilidad por George Roy Hill en su película The Great Waldo Pepper (1975), con Robert Redford interpretando a un piloto marcado por la nostalgia de la gloria aérea.

Ante la incertidumbre del período de posguerra, Doolittle se encontró pues ante una encrucijada. Su pasión por el vuelo lo empujaba a seguir en los mandos de un avión, pero era plenamente consciente de la precariedad y los riesgos que ofrecía la vida errante del “barnstormer”. Aunque el salario de un piloto del Ejército no era elevado, ofrecía estabilidad, y Doolittle intuía —con notable clarividencia— que la aviación tenía un futuro prometedor. Fue así como tomó una decisión que, a la luz del tiempo, resultaría incuestionablemente acertada: solicitó su permanencia en el Ejército al tiempo que se preparaba para retomar sus estudios académicos.

A pesar de sus frecuentes excentricidades, que más de una vez exasperaban a sus superiores, nadie dudaba de su extraordinario talento como aviador. Al finalizar la guerra, tres oficiales recomendaron formalmente su permanencia en el Servicio Aéreo durante el proceso de desmovilización. Gracias a ello, el 1 de julio de 1920, Jimmy Doolittle fue incorporado al Ejército Regular con el rango de teniente del Servicio Aéreo.

A partir de 1920, retomó sus estudios académicos y se licenció en 1922. Ese mismo año protagonizó una de las primeras grandes gestas de la aviación estadounidense: realizó en solitario un vuelo transcontinental a bordo de un De Havilland DH-4, desde Pablo Beach, Florida, hasta San Diego, California, completando el trayecto en menos de 24 horas. Esta hazaña lo catapultó a la notoriedad nacional, al demostrar que el Servicio Aéreo era capaz de proyectar su capacidad operativa de costa a costa en un solo día —algo impensable hasta entonces—.

Por este logro fue condecorado con la Cruz de Vuelo Distinguido. Una década más tarde, en 1932, repetiría la proeza, pero esta vez completando la travesía en menos de doce horas, confirmando así tanto la evolución tecnológica de la aviación como su propio dominio del vuelo a gran escala.

En septiembre de 1923, Doolittle se trasladó con su familia —ya era padre de dos hijos— a Massachusetts para cursar estudios de posgrado en el prestigioso Massachusetts Institute of Technology (MIT). Su objetivo era ambicioso: estudiar los límites tanto del cuerpo humano como de las aeronaves, con la esperanza de arrojar luz sobre accidentes aéreos que, hasta entonces, parecían carecer de explicación. Cuando no se encontraba en las aulas, se le podía ver en el cielo, sometiendo a un Fokker PW-7 a exigentes maniobras: rizos, giros y espirales ejecutadas a distintas velocidades. Se exigió tanto a sí mismo y a su aparato que estuvo a punto de arrancar las alas del avión durante un picado a más de 300 kilómetros por hora.

En 1924 obtuvo un máster en ingeniería aeronáutica y, al año siguiente, se doctoró en la misma disciplina, convirtiéndose en uno de los primeros oficiales del Ejército de los Estados Unidos en alcanzar ese nivel académico en el campo de la aviación. Para entonces, se había consolidado no solo como un aviador experimentado, sino también como un ingeniero de primer nivel, una combinación que le granjearía un respeto duradero tanto en el ámbito militar como en el científico. Siempre reconoció que no lo habría logrado sin el apoyo incansable de su esposa, Joe, quien mecanografiaba sus apuntes cada noche y lo sometía a rigurosas sesiones de preguntas para reforzar sus conocimientos.

Los experimentos de Doolittle contribuyeron decisivamente a establecer los límites de resistencia estructural de las aeronaves y revelaron importantes efectos fisiológicos de la aceleración sobre los pilotos. Descubrió que, si bien podían tolerarse breves picos de fuerza gravitatoria (g), una aceleración sostenida provocaba la pérdida de conciencia. La clave estaba en la presión sanguínea: cuanto más alta era, mayor capacidad tenía el piloto para resistir esas fuerzas. Publicó sus hallazgos en un artículo que fue traducido a una docena de idiomas y que le valió una segunda Cruz de Vuelo Distinguido, concedida por el Ejército en reconocimiento a sus contribuciones pioneras a la medicina aeronáutica y a la seguridad en vuelo.

Doolittle no tardó en aplicar los conocimientos adquiridos en el MIT cuando el Ejército lo seleccionó para representar a Estados Unidos en dos de las competiciones aéreas más prestigiosas de la época: la carrera Pulitzer y la Copa Schneider de 1925. Para decidir quién pilotaría en cada prueba, él y su compañero, el teniente Cyrus Bettis, recurrieron al azar: una moneda al aire resolvió que Bettis volaría la Pulitzer, celebrada en Mitchel Field, Long Island, mientras que Doolittle quedaría como piloto suplente. Dos semanas después, en la Schneider Cup —disputada cerca de Baltimore—, intercambiarían los papeles, y Jimmy Doolittle asumiría el protagonismo.

Ambos resultaron victoriosos, lo que a la sazón les supondría también la concesión del Trofeo Mackay de ese año. Bettis ganó la carrera Pulitzer, consolidando su reputación como uno de los mejores pilotos del Ejército, mientras que Doolittle, al mando de un Curtiss R3C-2, se alzó con el primer puesto en la Schneider Cup. Pilotando un tipo de aeronave que para él resultaba una novedad, el hidroavión, logró mantener una velocidad media de 232 millas por hora (373 km/h), imponiéndose a sus rivales con un vuelo preciso y técnicamente impecable. Su triunfo no solo le otorgó renombre internacional, sino que también demostró la competitividad de la aviación militar estadounidense frente a las potencias europeas.

La victoria en la Schneider supuso un hito en su carrera: consolidó su imagen como piloto de élite, confirmó la validez práctica de su formación académica y reforzó su condición de pionero en la integración entre ciencia e instrucción aérea. A partir de entonces, Doolittle ya no sería visto únicamente como un aviador audaz, sino como una figura clave en la profesionalización de la aviación militar estadounidense.

La fama de Jimmy Doolittle creció tanto que, en 1926, la Curtiss Aeroplane and Motor Company solicitó al Ejército permiso para enviarlo a Chile y Argentina a demostrar las capacidades del caza P-1 Hawk. Para Doolittle, era poco menos que un sueño: le pagarían por hacer acrobacias sin restricciones sobre la altitud o el tipo de maniobras.

Durante una recepción en el club de oficiales de Santiago, donde los pisco sours corrían con generosidad, presumió de que todos los estadounidenses eran tan ágiles como el popular actor Douglas Fairbanks. Para probarlo, cruzó la sala caminando con las manos. Los pilotos chilenos aplaudieron encantados, y alguien mencionó que Fairbanks podía hacer el pino sobre una cornisa. Doolittle, animado por la bebida y el entusiasmo, salió por la ventana y se subió a una repisa de apenas sesenta centímetros. Consiguió alzarse sobre las manos… hasta que la cornisa se vino abajo. Cayó cinco metros al suelo, rompiéndose ambos tobillos.

Postrado en la cama del hospital, el pronóstico indicaba semanas de reposo absoluto. Humillado y desesperado, ordenó a un mecánico de Curtiss que le serrara los yesos por debajo de la rodilla. Con refuerzos metálicos y unas sujeciones especiales para los pedales del avión, volvió a volar, deslumbrando al público y dejando atrás a la competencia. Gracias a su determinación, Curtiss consiguió su mayor contrato militar desde la Gran Guerra. El agregado militar estadounidense en Chile informó con admiración que Doolittle realizó cuatro exhibiciones, siendo transportado en brazos hasta el avión con las piernas aún escayoladas. Posteriormente, participó en más vuelos de exhibición en Bolivia y Argentina.

De regreso a EE. UU., ingresó en el hospital militar Walter Reed. Ya habían pasado cuatro meses desde el accidente, pero aún caminaba con muletas. En Chile le habían colocado los yesos de manera incorrecta, lo que causó una mala curación. Aunque los médicos temieron una discapacidad permanente, optaron por colocarle nuevos yesos y prescribir reposo absoluto. Esta vez, obedeció. En abril de 1927 fue declarado finalmente apto para el servicio.

Durante su estancia en el hospital Walter Reed, Doolittle y otros pilotos habían debatido sobre un reto que nadie había logrado aún: realizar un rizo exterior. A diferencia del rizo habitual —que se ejecuta hacia atrás, subiendo y girando por encima—,

el rizo exterior exigía descender primero en picado y luego trazar el giro por debajo.

Muchos dudaban de que ni el avión ni el cuerpo humano pudieran soportar las fuerzas inversas implicadas. Pero Doolittle decidió comprobarlo por sí mismo. Tras realizar varias pruebas con éxito, lo repitió frente a testigos, pilotando un Curtiss Hawk, el 25 de mayo de 1927. Esperaba poder exhibirse con semejante maniobra en el próximo torneo de acrobacias, pero el Alto Mando, considerando su peligrosidad y preocupado por lo que podía suceder si otros pilotos intentaban imitarla, le ordenó no repetirla.

En 1929, Jimmy Doolittle logró otra hazaña revolucionaria: realizó el primer vuelo completamente instrumental exitoso, es decir, sin referencia visual externa, guiándose únicamente por los instrumentos de a bordo. Para acometer tal empresa, recurrió al inventor Paul Kollsman, quien acababa de idear un nuevo altímetro barométrico con una precisión de apenas unos pocos pies. También colaboró con el ingeniero Elmer Sperry y su hijo, quienes desarrollaron un horizonte artificial capaz de indicar la inclinación y el cabeceo del avión, así como un giroscopio direccional que proporcionaba un rumbo más preciso que el de una brújula. Una radiobaliza completaba el sistema de navegación, ofreciendo al piloto una guía adicional durante el vuelo.

Durante más de diez meses, el equipo trabajó en perfeccionar los instrumentos y las técnicas de vuelo necesarios para dominar el vuelo a ciegas. Doolittle realizó personalmente cientos de aterrizajes a ciegas, tanto reales como simulados. El momento de poner a prueba esas estrategias llegó la mañana del 24 de septiembre de 1929. Una densa niebla cubría el aeródromo Mitchel. Impaciente, Doolittle había efectuado un vuelo de prueba no oficial poco después del amanecer, mientras esperaba que su equipo se reuniera.

Harry Guggenheim, presidente de la fundación que financiaba el proyecto, llegó para presenciar la prueba oficial. Incluso Joe no quiso perderse la ocasión. Doolittle se instaló en la cabina trasera de un Consolidated NY-2 Husky, con una capucha de lona que bloqueaba toda visión exterior. Su única referencia serían los diales iluminados que bordeaban el panel de instrumentos.

Guggenheim insistió en que el piloto Ben Kelsey lo acompañara como medida de precaución, aunque este mantendría las manos levantadas sobre la cabeza para que los observadores en tierra pudieran ver con claridad que no estaba pilotando.

Doolittle aceleró su avión y despegó contra el viento de la mañana, nivelándose a unos 300 metros de altitud. Voló ocho kilómetros al oeste del aeródromo antes de inclinarse y virar. La radiobaliza lo alertó cuando pasó directamente sobre el campo. Consultó su indicador de velocidad aerodinámica mientras activaba el cronógrafo. Voló otros tres kilómetros hacia el este, luego viró de nuevo e inició un descenso gradual.

Los testigos en tierra observaron cómo el avión sobrepasaba el límite del campo por unos quince metros. Redujo la velocidad hasta entrar en planeo, descendió a cuatro metros y medio sobre la pista, y entonces elevó el morro, aterrizando a escasos metros del punto desde el que había despegado apenas quince minutos antes.

Esta proeza fue un hito en el desarrollo de la aviación moderna y de una navegación aérea segura, y consolidó a Doolittle como un innovador de primer nivel. También le supuso la concesión del Trofeo Harmon, que le fue entregado al año siguiente durante una gala celebrada en Cleveland por el as de ases canadiense, el coronel William A. Bishop, V.C.

Con motivo de la ocasión, los Doolittle celebraron una cena íntima con amigos en su domicilio, dando inicio a una curiosa tradición: Joe pidió a los invitados que firmaran el mantel. Más tarde, bordaría cuidadosamente cada firma con hilo negro. Repitió este ritual año tras año, hasta reunir más de medio millar de firmas, muchas de ellas pertenecientes a figuras destacadas en la historia de la aviación estadounidense.

En 1930, nuestro piloto se enfrentó a una situación familiar delicada: tanto su madre como su suegra habían enfermado y requerían del apoyo de los Doolittle. El sueldo militar —unos 200 dólares al mes— ya no era suficiente para mantener a toda la familia, por lo que decidió retirarse temporalmente del servicio activo y aceptar una oferta de la Shell Oil Company, que no dudó en triplicarle el salario desde el primer día.

Aunque estaba en la reserva, siguió participando activamente en diversas competiciones aéreas nacionales, en las que continuó acumulando trofeos. En 1931, ganó la primera edición del Trofeo Bendix, una exigente carrera de velocidad entre Burbank (California) y Cleveland (Ohio), pilotando el nuevo Laird Super Solution. Cubrió la distancia en 9 horas, 10 minutos y 21 segundos, a una velocidad media de 223 millas por hora (359 km/h).

Ese mismo año, el 20 de octubre, volvió a volar con el Super Solution, esta vez cubriendo la ruta entre Ottawa (Canadá), pasando por Washington D. C., hasta Ciudad de México, en 12 horas y 36 minutos. Este vuelo puso de manifiesto el vertiginoso progreso de la aviación impulsado por pioneros como Doolittle: apenas cuatro años antes, en 1927, Charles A. Lindbergh había recorrido la ruta entre Washington y Ciudad de México en 27 horas y 10 minutos; Doolittle, en cambio, la completó en solo 9 horas y 48 minutos.

Al año siguiente, en 1932, estableció el récord mundial de velocidad para aviones terrestres al alcanzar las 296 millas por hora (476 km/h) en la Shell Speed Dash. Poco después, volvió a imponerse en la carrera del Trofeo Thompson, también en Cleveland, pilotando el célebre Gee Bee R-1, con una velocidad media de 252 millas por hora (406 km/h).

Con estas victorias, Doolittle se convirtió en el primer piloto en ganar los tres grandes trofeos de las carreras aéreas de la época: la Schneider, el Bendix y el Thompson. Poco después, anunció su retirada definitiva de las competiciones con una frase tan sobria como reveladora: “Todavía no he oído que nadie dedicado a esta profesión muera de viejo”.

Y no exageraba. Se decía que había logrado domar el temido Gee Bee R-1, un avión cuya versión anterior se había estrellado con resultado fatal el año anterior. Del R-1 solo se construyeron tres unidades, de las cuales dos acabaron estrelladas, con la muerte de sus pilotos.

Mantenía su estatus de celebridad dentro del mundo de la aviación y seguía relacionándose con las figuras más destacadas del momento, como se refleja en esta instantánea de 1934 en la que aparece junto a Amelia Earhart.

Paralelamente, desde su puesto en Shell, impulsó el desarrollo de combustibles de alto octanaje, una apuesta visionaria y controvertida en aquel momento. La demanda era prácticamente inexistente: el Ejército utilizaba combustible de 65 octanos y, en ciertos ensayos, la Wright Corporation empleaba uno de 95. Sin embargo, Doolittle estaba convencido de que el futuro de la aviación pasaba por motores más potentes y eficientes, que exigirían combustibles de 100 octanos.

En 1934, Shell entregó al Ejército una primera remesa de 1.000 galones del nuevo carburante. Las pruebas no tardaron en confirmar las predicciones de Doolittle: los motores existentes podían aumentar su potencia hasta en un 30 %. El hallazgo despertó el interés de los fabricantes de motores, y para 1938 todos los aviones del Ejército ya funcionaban con este nuevo combustible, que Shell llegaría a suministrar en cantidades de millones de galones diarios.

Su trabajo en Shell le permitió viajar con frecuencia a lo largo de la década de 1930. La creciente militarización que observó tanto en Extremo Oriente como en Alemania le causó una profunda inquietud, y pronto comprendió que se avecinaba una nueva guerra. Tras regresar de una visita a Alemania en 1939, transmitió sus impresiones a su superior y amigo, el general Henry H. “Hap” Arnold. Un año después, en 1940, decidió solicitar una excedencia indefinida en Shell y reincorporarse al servicio activo.

Doolittle volvió al Ejército de los Estados Unidos el 1 de julio de 1940, con el rango de mayor, siendo destinado al Cuerpo Aéreo del Ejército. Fue asignado como supervisor adjunto del Distrito de Adquisiciones del Cuerpo Aéreo Central, con base en Indianápolis y Detroit, donde colaboró estrechamente con los grandes fabricantes de automóviles en la reconversión de sus plantas para la producción de aviones.

En agosto de ese mismo año, fue enviado a Inglaterra como miembro de una misión especial, de la que regresó con valiosa información sobre el estado de las fuerzas aéreas y el desarrollo militar de otros países.

Tras haber vivido la Primera Guerra Mundial desde la distancia, llegaba su hora.

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Destino: Tokio

En el otoño de 1923, el general de brigada William Lendrum Mitchell, más conocido como Billy Mitchell, entonces subjefe del Servicio Aéreo del Ejército y firme defensor del fortalecimiento del poder aéreo frente a su desmantelamiento o subordinación, fue enviado a una misión de inspección en el Pacífico. A su regreso, Mitchell expresó públicamente sus preocupaciones sobre las deficiencias en las defensas del Pacífico y advirtió sobre la amenaza real de una agresión japonesa, lo que provocó indignación en el Departamento de Guerra.

Entre otras advertencias, Mitchell señaló que el archipiélago de Hawái —y en particular la gran base naval de Pearl Harbor— estaba expuesto a un posible ataque aéreo sorpresa por parte de Japón. A continuación, describió detalladamente cómo podría llevarse a cabo con éxito dicho ataque. Aunque su análisis no tuvo en cuenta el desarrollo y evolución del portaaviones, lo que hacía que algunos aspectos de su plan parecieran excesivamente elaborados, a la luz de lo ocurrido el 7 de diciembre de 1941 su planteamiento general resultó alarmantemente certero.

Las citas que aparecen a continuación han sido extraídas del informe original redactado por Mitchell con fecha 24 de octubre de 1923, un manuscrito de más de 300 páginas que acabaría archivado y olvidado entre documentos clasificados del Departamento de Guerra.

“Japan knows full well that the United States will probably enter the next war with the methods and weapons of the former war…It also knows full well that the defense of the Hawaiian group is based on the island of Oahu and not on the defense of the whole group.”


“The Japanese bombardment, (would be) 100 (air) ships organized into four squadrons of 25 (air) ships each. The objectives for attack are:

1.Ford Island, airdrome, hangers, storehouses and ammunition dumps;

2.Navy fuel oil tanks;

3.Water supply of Honolulu;

4.Water supply of Schofield;

5.Schofield Barracks airdrome and troop establishments;

6.Naval submarine station;

7.City and wharves of Honolulu.”

“Attack will be launched as follows: bombardment, attack to be made on Ford Island at 7:30 a.m.


“Attack to be made on Clark Field (Philippine Islands) at 10:40 a.m.”

“Japanese pursuit aviation will meet bombardment over Clark Field, proceeding by squadrons, one at 3000 feet to Clark Field from the southeast and with the sun at their back, one at 5000 feet from the north and one at 10,000 feet from the west. Should U.S. pursuit be destroyed or fail to appear, airdrome would be attacked with machineguns.”


“The (Japanese) air force would then carry out a systematic siege against Corregidor.”

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Report of Inspection of United States Possessions in the Pacific and Java, Singapore, India, Siam, China & Japan by Brigadier General William Mitchell, 1923 October 24
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“Japón sabe perfectamente que Estados Unidos probablemente entrará en la próxima guerra con los métodos y armas de la guerra anterior… También sabe perfectamente que la defensa del grupo hawaiano se basa en la isla de Oahu y no en la defensa de todo el grupo.”

El bombardeo japonés se basaría en 100 aeronaves organizadas en cuatro escuadrones de 25 aeronaves cada uno. Los objetivos del ataque son:

  1. Isla Ford, aeródromo, hangares, almacenes y depósitos de municiones;

  2. Tanques de combustible de la Armada;

  3. Abastecimiento de agua a Honolulu;

  4. Abastecimiento de agua a Schofield;

  5. Aeródromo y bases de tropas del Cuartel de Schofield;

  6. Estación de submarinos navales;

  7. Ciudad y muelles de Honolulu.

El ataque se lanzará de la siguiente manera: bombardeo sobre la isla Ford a las 7:30 a.m.

“Ataque sobre Clark Field (Islas Filipinas) a las 10:40 a.m…”

“La aviación de persecución [caza] japonesa bombardeará Clark Field, avanzando por escuadrones: uno a 3.000 pies hacia Clark Field desde el sureste y con el sol a sus espaldas, otro a 5.000 pies desde el norte y otro a 10.000 pies desde el oeste. Si la aviación de persecución [caza] estadounidense es destruida o no aparece, el aeródromo será atacado con ametralladoras.”

“La fuerza aérea (japonesa) llevará a cabo entonces un asedio sistemático contra Corregidor.”

En su hipotético ataque, Mitchell solo se equivocó por 25 minutos en el caso de Pearl Harbor y por dos horas en el de Clark Field.

Lo cierto es que Billy Mitchell fue un pionero por derecho propio. Durante la Primera Guerra Mundial, llegó a comandar las fuerzas del Servicio Aéreo del Ejército desplegadas en Europa y, en septiembre de 1918, planificó y dirigió cerca de 1.500 aviones británicos, franceses e italianos en la fase aérea de la Batalla de Saint-Mihiel, una de las primeras ofensivas aeroterrestres coordinadas de la historia. Esta operación marcó también el primer uso, por parte de los estadounidenses, de los términos “Día D” y “Hora H”, aunque dicha terminología se remontaba ya a mediados del siglo XIX, al Estado Mayor prusiano bajo el mando de Moltke el Viejo.

Cabe destacar que en esa misma batalla participaron sobre el terreno un entonces coronel George S. Patton, un general de brigada Douglas MacArthur y un capitán Harry Truman. La batalla de Saint-Mihiel también sería representada como clímax dramático en el clásico del cine Wings (1927), película dirigida por William A. Wellman y galardonada con el primer premio Oscar de la historia.

Mitchell, en suma, supo anticipar la importancia que tendría en los conflictos futuros una fuerza aérea poderosa y bien organizada. Esta visión le enfrentó directamente con la corriente dominante de la época, que abogaba por reducir el papel de esta arma —a la que se le atribuía escasa utilidad estratégica— y por subordinarla por completo a cuerpos más tradicionales, como el Ejército de Tierra o la Armada.

Su postura crítica y beligerante contra los altos mandos del Ejército y la Armada culminó el 5 de septiembre de 1925, cuando emitió una declaración en la que les acusaba de incompetencia y de una “administración casi traidora de la defensa nacional”. El comunicado, difundido desde su oficina en San Antonio, se publicó apenas dos días después del accidente del Shenandoah, el primer dirigible rígido de helio de la Armada, que se estrelló en plena tormenta, causando la muerte de 14 tripulantes. A esto se sumaba la reciente pérdida de dos hidroaviones durante un vuelo de la Costa Oeste a Hawái.

Las declaraciones de Mitchell provocaron un escándalo público y desembocaron en un sonado proceso de consejo de guerra por insubordinación. Irónicamente, la fiscalía intentó desacreditarlo utilizando precisamente sus predicciones sobre un posible ataque japonés a Pearl Harbor, presentándolas como ejemplo de su supuesto afán de protagonismo.

Mitchell murió en 1936, sin llegar a ver cómo sus advertencias, entonces desoídas, acababan convirtiéndose en una sombría profecía.

Su juicio sería llevado al cine por Otto Preminger en The Court-Martial of Billy Mitchell (1955), con Gary Cooper en el papel principal.

En los meses que siguieron al ataque japonés a Pearl Harbor, el pueblo estadounidense quedó profundamente conmocionado. La nación, que hasta entonces se había percibido como una fortaleza lejana e inaccesible a amenazas directas, vio cómo su orgullo y su sensación de seguridad se desmoronaban de forma devastadora. El ataque del 7 de diciembre de 1941 no solo destruyó una parte significativa de la flota del Pacífico y dejó miles de muertos y heridos, sino que también supuso un duro golpe psicológico. La imagen de invulnerabilidad había desaparecido. Los japoneses, hasta entonces considerados una amenaza lejana, se convirtieron de pronto en un enemigo astuto, audaz y peligrosamente eficaz, que avanzaba por el Pacífico como una imparable apisonadora. Además de la infamia de Pearl Harbor, la isla Wake había caído, Guam había sido capturada, y en Filipinas la situación era ya insostenible.

En medio de ese clima de desánimo generalizado surgió una necesidad urgente: era imprescindible responder, y hacerlo de forma visible y contundente. No bastaba con planear futuras ofensivas o prometer represalias. El pueblo estadounidense necesitaba una victoria simbólica, algo que devolviera la fe en sus fuerzas armadas y en su capacidad de contraatacar. Fue en ese contexto cuando tomó forma una idea tan audaz como insólita: atacar el corazón mismo del Japón.

La idea de bombardear Tokio y otras ciudades del archipiélago japonés, por entonces completamente fuera del alcance de cualquier avión estadounidense con base terrestre, rozaba lo imposible. Sin embargo, desde los más altos niveles del mando militar —incluido el propio presidente Roosevelt— se tomó la decisión de intentarlo. Y para hacerlo, no quedaba más opción que concebir una operación conjunta entre dos ramas de las fuerzas armadas que, hasta ese momento, apenas habían trabajado codo con codo: el Ejército del Aire (entonces aún parte del Ejército de Tierra) y la Armada.

La génesis de la incursión sobre Tokio es, en sí misma, una lección de iniciativa interservicios y de pensamiento lateral militar. La idea original no surgió de Jimmy Doolittle ni del alto mando de la Fuerza Aérea, sino del capitán de marina Francis S. Low, un oficial adscrito al Estado Mayor del almirante Ernest King, Comandante en Jefe de la Flota de los Estados Unidos y Jefe de Operaciones Navales.

En enero de 1942, Low se encontraba en la base naval de Norfolk, Virginia, para llevar a cabo una inspección del nuevo portaaviones de la clase Yorktown, USS Hornet (CV-8). Mientras esperaba en su avión para regresar a Washington, observó que en la pista se había pintado una silueta que simulaba la cubierta de un portaaviones, utilizada para entrenar a los pilotos de caza en despegues y aterrizajes. Al mismo tiempo, vio a unos bombarderos practicando bombardeos a baja altura.

Todo ello confluyó en una idea en apariencia descabellada: ¿y si se lanzaban bombarderos medios desde un portaaviones para atacar Japón?

Low compartió su propuesta con el vicealmirante William Halsey, quien la consideró factible y la trasladó al almirante King. Este, a su vez, la comunicó al general Hap Arnold, comandante general del Cuerpo Aéreo del Ejército. Arnold comprendió de inmediato tanto el valor estratégico como el impacto simbólico que podía tener la operación. Fue él quien eligió personalmente a Jimmy Doolittle para liderarla, consciente de que no solo se necesitaba un piloto experimentado, sino también a alguien capaz de planificar con precisión una misión sin precedentes.

A sus 45 años, Doolittle reunía un perfil extraordinario: líder nato, piloto brillante y técnico excepcionalmente dotado. No solo aceptó el encargo sin vacilar, sino que se sumergió de inmediato en la tarea de convertir una propuesta audaz —apenas más que una idea sobre el papel— en una operación militar viable.

Lo primero era elegir el avión adecuado. Se estimaba que este necesitaba una autonomía de crucero de 2.400 millas náuticas (aproximadamente 4.400 kilómetros), con una carga de bombas de 2.000 libras (alrededor de 900 kilogramos). A partir de estos requisitos preliminares, Doolittle evaluó cuidadosamente las opciones disponibles. Básicamente, la selección se reducía a cuatro modelos: el B-25 Mitchell, el B-26 Marauder, el Douglas B-18 Bolo y el Douglas B-23 Dragon.

Sin embargo, el B-26 presentaba serias limitaciones para despegar desde la cubierta de un portaaviones, debido a sus exigentes características de despegue. El B-23, por su parte, tenía una envergadura casi un 50 % mayor que la del B-25, lo que no solo limitaba la cantidad de aparatos que podían embarcarse, sino que también suponía un riesgo añadido para la isla del buque. Por razones similares, el B-18 fue igualmente descartado.

En enero de 1942, apenas un mes después del ataque a Pearl Harbor, Doolittle propuso utilizar el bombardero medio B-25 Mitchell para llevar a cabo la operación. Fabricado por North American Aviation, el B-25 había sido concebido como un bombardero terrestre de alcance medio, con una tripulación de cinco hombres, una autonomía de aproximadamente 1.300 millas (unos 2.100 kilómetros) y una capacidad de carga útil de unas 3.000 libras (alrededor de 1.360 kilogramos) de bombas. Aunque era una incorporación relativamente reciente al arsenal estadounidense, presentaba una combinación de características que lo hacían especialmente adecuado para la misión: su tamaño compacto, su estabilidad en vuelo y su potencia lo convertían en un aparato capaz de operar con eficacia a baja altitud y con buena precisión.

Curiosamente, esta aeronave llevaba el nombre de una persona —algo poco habitual en la nomenclatura militar estadounidense de la época—, el general Billy Mitchell.

No obstante, existía un problema evidente: el B-25 no había sido diseñado para despegar desde la cubierta de un portaaviones, y mucho menos desde una cubierta acortada por la alineación de múltiples bombarderos. Para comprobar si la maniobra era siquiera posible, se organizó una prueba el 3 de febrero de 1942 en la base naval de Norfolk. Ese día, dos B-25 lograron despegar con éxito desde la cubierta del nuevo portaaviones USS Hornet. El resultado confirmó que, por difícil que fuera, la operación era técnicamente viable. Sin embargo, también quedó claro que regresar y aterrizar nuevamente en el portaaviones era otro asunto muy distinto.

El plan inicial contemplaba precisamente eso: despegar y luego volver a bordo. Pero las pruebas en Norfolk demostraron que esta opción era prácticamente inviable. Se adoptó entonces una nueva estrategia: los bombarderos despegarían desde un portaaviones situado en algún punto al este de Tokio y, desde allí, continuarían su vuelo hacia el oeste. En su primer informe sobre la operación, Doolittle propuso que los aviones aterrizaran en Vladivostok, lo que acortaría el trayecto en unas 600 millas náuticas (aproximadamente 1.100 km) y permitiría entregar los B-25 como parte del programa de Préstamo y Arriendo.

Sin embargo, las negociaciones con la Unión Soviética fracasaron. Moscú, que había firmado un pacto de neutralidad con Japón en abril de 1941, se negó a autorizar el aterrizaje de fuerzas estadounidenses en su territorio. En cambio, el gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek en China aceptó colaborar, a pesar del evidente riesgo de represalias por parte del Imperio japonés. Así, los lugares de aterrizaje fueron finalmente establecidos en territorio chino, en torno a la zona de Quzhou (Chuchow), donde se realizaría el repostaje para poder continuar hacia Chongqing, la capital provisional de la China nacionalista.

Inmediatamente después, se inició la fase de selección de tripulaciones (todo el personal sería voluntario). El 17 de febrero de 1942, se eligieron 24 aviones y sus respectivas tripulaciones del 17º Grupo de Bombardeo, entonces con base en Pendleton, Oregón. En líneas generales, los pilotos eran excelentes; los copilotos, competentes; los bombarderos, regulares y necesitaban perfeccionamiento; los navegantes contaban con buena formación pero escasa experiencia práctica; y los artilleros, casi sin excepción, jamás habían disparado una ametralladora desde un avión contra un objetivo fijo o en movimiento. Había mucho trabajo por delante. Estas unidades fueron enviadas a Eglin Field, en Florida, donde comenzó un riguroso y extremadamente secreto programa de entrenamiento diseñado específicamente para la misión.

Durante ese mismo periodo se trabajó también en modificar los aviones. La preparación consistió principalmente en instalar capacidad adicional de combustible y retirar equipo innecesario. Se eliminó la torreta inferior y el armamento de cola, que fue sustituido por palos de escoba pintados de negro con la esperanza de engañar a los cazas enemigos. La eficacia de este subterfugio quedaría demostrada. Se instalaron tres tanques adicionales de gasolina (gasolina de aviación, avgas). Uno de ellos contaba con una boca de llenado fácilmente accesible desde el interior, por lo que se transportaban diez bidones de avgas de cinco galones (unos 19 litros) en el compartimento trasero, donde habitualmente se sentaba el operador de radio, y se vertían en este tanque a medida que bajaba el nivel de combustible. Posteriormente, se perforaban los bidones para que se hundieran al ser arrojados al océano, evitando así dejar un rastro delator desde el punto de partida.

Pruebas preliminares habían revelado una variación considerable en el consumo de combustible entre los distintos aviones. Se enviaron expertos en carburadores y se revisó la máxima eficiencia de todos ellos. Más importante aún fue el desarrollo de una nueva tabla de control de crucero que reveló que se podía obtener un mayor rendimiento de combustible utilizando altas presiones en el colector y ajustes de la hélice a bajas RPM.

Dado que se decidió que todos los bombardeos se realizarían desde baja altitud —condición para la cual la mira Norden no estaba especialmente diseñada—, se optó por prescindir de ella. En su lugar, uno de los pilotos, el capitán Charles Ross Greening, ideó y construyó una mira simplificada utilizando un par de piezas de duraluminio. El coste de esta improvisada mira fue de apenas veinte centavos, en contraste con los aproximadamente 10.000 dólares que costaba una Norden.

Apodada irónicamente “Mark Twain”, esta mira consistía en un cuadrante de 7 pulgadas (18 cm) por 7 pulgadas (18 cm), con un arco graduado de 90° en incrementos de 10°, montado horizontalmente sobre el soporte donde originalmente se instalaba la Norden. Al girar el cuadrante hacia la izquierda o la derecha, una palanca desviaba el indicador de dirección del piloto, señalando el rumbo correcto hacia el objetivo.

Una pieza vertical, de 5,25 pulgadas (13,3 cm) por 7,25 pulgadas (18,4 cm), determinaba el ángulo de caída, en función del tamaño de la bomba, la altitud, las condiciones del viento y la velocidad respecto al suelo. Esta pieza vertical tenía una barra de puntería con una muesca en forma de “V” en la parte trasera, que debía alinearse con un punto en la parte delantera, como en una mira de fusil. El bombardero orientaba la mira en dirección al objetivo, elevando la cola a medida que se acercaba, hasta alcanzar el ángulo de caída, momento en el cual soltaba las bombas.

Pruebas reales de bombardeo a baja altitud, realizadas a 1.500 pies (unos 457 metros), demostraron que esta mira improvisada ofrecía una precisión superior a la obtenida con la Norden en las mismas condiciones, y por los mismos bombarderos. Además de aumentar la eficacia del bombardeo, esta solución también eliminaba el riesgo de que una valiosa y secreta mira Norden pudiera caer en manos enemigas.

La seguridad de la misión exigía silencio total en las comunicaciones por radio, por lo que también se consideró oportuno retirar los pesados equipos de enlace para ahorrar peso (104 kilogramos). Estos equipos de radio se utilizaban para comunicaciones a larga distancia, como comunicarse con la base. Estaban ubicados detrás de la bahía de bombas y eran operados por el artillero operador de radio.

Para tener constancia gráfica del bombardeo, se equipó a algunos aviones con pequeñas cámaras automáticas instaladas en la cola con un ángulo de visión de 35 grados, y al resto con cámaras cinematográficas de 16 mm.

Las bombas, por su parte, fueron seleccionadas cuidadosamente: se utilizarían bombas de demolición de 500 libras (unos 227 kilogramos), combinadas con bombas de racimo del mismo peso, diseñadas especialmente —cada una contenía un centenar de bombas incendiarias— para maximizar el daño sobre los objetivos urbanos e industriales japoneses.

Otra parte del armamento que requirió trabajo y adiestramiento fueron las ametralladoras. En el morro había una de calibre .30, pero el resto eran de calibre .50 y nunca habían sido usadas antes; esta falta de uso, junto con el desconocimiento en su manejo, contribuía a que se produjeran fallos en su funcionamiento.

Como decíamos, el adiestramiento de las tripulaciones fue sumamente especializado, concebido expresamente para prepararlas para una misión sin precedentes. Todo transcurría bajo el más absoluto secreto. Ni siquiera los propios participantes sabían, al principio, cuál sería exactamente su destino. Solo sabían que se los estaba preparando para una operación de gran dificultad, y que el éxito —o el fracaso— dependería, en buena medida, de su capacidad de adaptación y disciplina.

Uno de los mayores retos era lograr que los bombarderos B-25 Mitchell —diseñados originalmente para operar desde aeródromos terrestres con largas pistas de despegue— pudieran levantar el vuelo desde la reducida cubierta de un portaaviones. Para dirigir este exigente entrenamiento se asignó al teniente Henry “Hank” Miller, un instructor de vuelo naval procedente de la cercana base de Pensacola, en Florida. Su llegada a Eglin Field fue acogida con cierto escepticismo. Su cometido era enseñar a las tripulaciones del ejército cómo despegar desde un portaaviones y familiarizarlas con las normas y costumbres de la Armada de los Estados Unidos.

Hasta ese momento, los participantes en el programa de entrenamiento no habían sido informados de que la misión se iniciaría desde un portaaviones. De hecho, muchos de ellos dudaban seriamente de que fuera siquiera posible lanzar un B-25 desde una cubierta naval.

El hecho de que el teniente Miller jamás hubiera visto un B-25 antes de llegar a Eglin Field no contribuía precisamente a generar confianza entre las tripulaciones. Sin embargo, en un gesto característico de su estilo directo y disciplinado, Miller se sentó en el puesto de copiloto de uno de los aviones y tras observar cómo se realizaba el despegue y un breve vuelo de prueba, tomó los mandos del piloto. Siguiendo el procedimiento estándar de despegue de la Armada, el aparato se elevó en el aire… a menos de la mitad de la velocidad habitual. Aquella demostración fue suficiente para que el teniente Miller se ganara de inmediato el respeto de los hombres seleccionados para la misión.

Para las prácticas, se trazaron en el asfalto de Eglin Field marcas que reproducían con total exactitud las dimensiones de la cubierta del USS Hornet . En ese espacio restringido, los pilotos practicaron una y otra vez despegues con carga completa. Esta incluía 900 kilogramos de bombas, el depósito de combustible lleno, una tripulación de cinco personas equipada con armamento completo y todo el equipo de combate. Todos los pilotos lograron cualificarse para realizar despegues con carga máxima en una distancia comprendida entre los 150 y los 180 metros, con un viento máximo en tierra de 19 kilómetros por hora.

El procedimiento adoptado para lograr la mejor eficiencia operativa en el despegue fue el siguiente:

  1. Alinear la rueda delantera con la línea blanca y posicionar el avión en dirección de despegue.
  2. Flaps de ala en posición totalmente abajo.
  3. Aletas de compensación del elevador colocadas 3/4 más pesadas hacia la cola.
  4. Frenos de rueda activados.
  5. Aplicar máxima potencia: aceleradores a fondo y hélices a máximas RPM.
  6. Soltar los frenos cuando el señalero dé la señal.
  7. Permitir que el avión ruede y luego, casi de inmediato, desplazar el yugo de control hacia atrás hasta que el patín de cola esté aproximadamente a 6 pulgadas (15 cm) de la cubierta.
  8. Tan pronto como el avión abandone la cubierta, mover la palanca hacia adelante para ganar velocidad de vuelo, subir los flaps y reducir la potencia a la configuración deseada.

Fue durante estos ejercicios de despegue cuando uno de los aviones recibió el apodo que lo acompañaría hasta el final y que, en parte gracias al cine, acabaría convirtiéndose en uno de los más célebres de la operación. En uno de los intentos, la cola del B-25 pilotado por el teniente Ted W. Lawson rozó la pista, lo que llevó a algún bromista a escribir con tiza en el fuselaje el nombre Ruptured Duck (algo así como “Pato lisiado”). Inspirado por la ocurrencia, Lawson pidió al cabo Rodger Lovelace, artillero, que ilustrara el mote con una caricatura: una versión del Pato Donald con muletas y auriculares de piloto, imagen que acabaría por hacerse icónica.

One morning I came out to my plane and found that somebody had chalked the words “Ruptured Duck” on the side of the fuselage. I grabbed Corporal Lovelace, a gunner I knew, and asked him to paint some sort of design on the ship. He’s a good caricaturist. Lovelace got out his stuff and painted a funny Donald Duck, with a head-set and the earphone cords all twisted around his head.

Lovelace did a swell job in blue, yellow, white and red. Then he added something that gave all of us another laugh. Under Donald Duck he drew a couple of crossed crutches.

Lawson, Ted W. Thirty Seconds Over Tokyo. New York: Random House, 1943.
———

Una mañana salí hacia mi avión y me encontré con que alguien había pintado con tiza las palabras “Ruptured Duck” en el lateral del fuselaje. Cogí al cabo Lovelace, un artillero que conocía, y le pedí que pintara algún tipo de diseño en la nave. Es un buen caricaturista. Lovelace sacó sus cosas y pintó un gracioso Pato Donald, con auriculares y los cables enrollados alrededor de la cabeza.

Lovelace hizo un trabajo estupendo en azul, amarillo, blanco y rojo. Luego añadió algo que nos hizo reír de nuevo. Debajo del Pato Donald dibujó un par de muletas cruzadas.

A partir de ese momento, otros B-25 comenzaron también a perder su anonimato. Hasta entonces, por razones de seguridad, se habían eliminado o cubierto con pintura todas las insignias de unidad y cualquier referencia personal de los tripulantes. Sin embargo, los aviones empezaron a recibir apodos personalizados: nombres como Whirling Dervish, Avenger, The Green Hornet o Fickle Finger comenzaron a aparecer en los fuselajes, algunos acompañados de figuras decorativas, como la estilizada imagen del Hari Kari-er, o de elementos más peculiares, como la fórmula química del TNT, dotando a esos aparatos de una identidad propia.

Además de los despegues cortos, el entrenamiento incluyó el vuelo a muy baja altitud, una maniobra clave para evitar la detección por radar o por observadores enemigos. Volar durante horas a escasa distancia del mar exigía una concentración absoluta, gran pericia y una coordinación constante entre los miembros de la tripulación.

También se practicaron lanzamientos de bombas a baja cota, una táctica poco habitual en bombarderos medios pero necesaria dadas las condiciones de la misión. Las prácticas se realizaron tanto de día como de noche, ya que el plan inicial contemplaba un ataque nocturno, pero la posibilidad de un cambio obligaba a estar preparados para ambos escenarios.

El método exacto de bombardeo aún no estaba completamente definido, por lo que se ensayaron distintas variantes. En operaciones nocturnas, se preveía una aproximación a baja altitud, manteniéndose a 1.500 pies sobre el terreno o el mar, considerada la altitud mínima segura para evitar daños por fragmentación. En cambio, durante el día, los aviones se acercarían al objetivo a la menor altitud posible para reducir su visibilidad, ascendiendo bruscamente a 1.500 pies justo antes de la línea de lanzamiento. Tras soltar las bombas, descendían nuevamente para retirarse a baja altura.

Asimismo, se determinó que para lograr una dispersión óptima de las bombas incendiarias de 4 libras (1,8 kilogramos) contenidas en las de racimo de 500 libras, la altitud mínima de lanzamiento debía ser de 1.500 pies. Estas maniobras se ensayaron rigurosamente sobre objetivos terrestres en las áreas de tiro del Eglin Field, simulando las condiciones reales de combate.

Spockvarietyhour: B-25D Mitchell “Ruptured Duck”

Todas las tripulaciones realizaron pruebas y prácticas de navegación y consumo de combustible en condiciones que simulaban lo mejor posible las que enfrentarían durante la misión. Era necesario que se habituaran a controlar el consumo, optimizar el rendimiento y lograr la máxima eficiencia para cubrir el largo recorrido que tenían por delante.

La navegación fue otro componente clave del adiestramiento. Tras completar la misión, los aviones no regresarían al portaaviones, sino que volarían hacia territorio chino; por ello, una parte sustancial del trayecto se realizaría sobre mar abierto, sin referencias visuales terrestres y sin comunicaciones por radio, para evitar ser detectados. En consecuencia, los navegantes debían dominar plenamente las técnicas de navegación.

Se llevaron a cabo pruebas de velocidad en distintos recorridos para calibrar con precisión los indicadores de velocidad de cada B-25, así como los compases magnéticos, que fueron ajustados meticulosamente. Los navegantes recibieron una formación exhaustiva en navegación por estima (dead reckoning), pilotaje (pilotage) y navegación astronómica, además de realizar vuelos de entrenamiento sobre el mar. También se programaron largas misiones de práctica nocturnas, desde Eglin Field hasta Fort Myers, Houston, y regreso, aplicando diversos métodos de navegación. Para el momento del ataque, estos especialistas dispondrían del equipamiento más preciso y de una preparación intensiva al más alto nivel.

Cabe señalar que Estados Unidos contaba con uno de los grandes pioneros en el ámbito de la navegación aérea: P. V. H. Weems, oficial de la Armada, profesor en la Academia Naval de Annapolis e inventor de instrumentos esenciales como el Weems Mark II Plotter o el reloj con ajuste de segundo (second-setting ). Además, fue el creador de toda una escuela de navegación cuyas bases quedaron recogidas en su influyente obra Air Navigation (1931). Volveremos a él más adelante.

Pero el entrenamiento no se limitó al vuelo. También se prepararon para circunstancias extremas tras el ataque. Sabían que era improbable que encontraran pistas adecuadas para aterrizar en China, por lo que se les entrenó en técnicas de evacuación aérea: cómo abandonar el avión en vuelo y lanzarse en paracaídas, cómo sobrevivir tras el aterrizaje en territorio desconocido y cómo evitar la captura por parte del enemigo.

Uno de los aspectos más notables de este periodo fue la discreción con la que se llevó a cabo todo el proceso. Las tripulaciones, aunque curiosas, no hacían preguntas. La naturaleza confidencial de la misión se aceptaba como un hecho. La selección final incluyó a 22 equipos de cinco hombres cada uno, la mayoría compuestos por jóvenes en la veintena, entusiastas y decididos, con poca o ninguna experiencia de combate real. Para ellos, el entrenamiento en Eglin Field fue transformador: en cuestión de semanas pasaron de ser aviadores entrenados pero novatos a convertirse en una fuerza altamente especializada, lista para ejecutar una de las misiones más osadas de la historia de la aviación militar.

Cada día era un nuevo reto, una oportunidad para afinar cada maniobra y perfeccionar la coordinación entre piloto, copiloto, navegante, bombardero y artillero. Todos sabían que no habría una segunda oportunidad. Doolittle —“el Gran Jimmy Doolittle”, como lo llamaban quienes conocían y admiraban sus proezas anteriores—, al mando del entrenamiento y de la misión, no era un simple supervisor. Volaba con ellos, compartía sus jornadas, corregía errores y daba ejemplo. Su presencia constante —y su disposición a asumir los mismos riesgos— reforzó el respeto y la moral de las tripulaciones. Más que su comandante, era su guía y compañero. Bajo su liderazgo, estos jóvenes aviadores se convirtieron en una unidad cohesionada, capaz de afrontar lo imposible.

El periodo de instrucción no concluyó en Eglin Field. El 25 de marzo de 1942, todos los aviones y sus respectivas tripulaciones partieron rumbo a Sacramento, California. Durante este traslado se realizaron pruebas finales de consumo de combustible y ejercicios de navegación. La intención era efectuar el vuelo sin escalas hasta Sacramento, pero las condiciones meteorológicas lo impidieron, y todos tuvieron que hacer una parada para esperar a que mejorara el tiempo.

Una vez en Sacramento, los aviones fueron sometidos a una última revisión y se les sustituyeron las hélices por unidades nuevas. A medida que quedaban listos para volar, se llevaron a cabo vuelos de entrenamiento adicionales a lo largo del valle de Sacramento.

Mientras que el equipo de Doolittle se preparaba intensamente para la misión ultrasecreta, la Armada de los Estados Unidos también asumía una parte crucial del plan: trasladar a los bombarderos B-25 hasta una distancia suficiente para que pudieran despegar rumbo a Japón, sin ser detectados, y coordinar toda la operación en alta mar. Esta colaboración entre ramas militares —que rara vez trabajaban de forma tan estrecha en aquella época— exigía una meticulosa planificación logística, sigilo absoluto y una ejecución impecable. Para la Armada, esta misión requería no solo aportar el buque desde el que despegarían los aviones, sino organizar un grupo de combate completo que pudiera proteger a los bombarderos en su travesía hasta el punto de lanzamiento, cruzando aguas plagadas de submarinos y patrullas japonesas.

El portaaviones seleccionado para la operación fue el ya conocido USS Hornet, una imponente nave de reciente incorporación a la flota, puesta en servicio en octubre de 1941. Se trataba de uno de los buques más avanzados de su clase y, aunque nunca antes se había utilizado para lanzar bombarderos medianos del tipo B-25, las pruebas iniciales realizadas en Norfolk ya habían demostrado que era técnicamente posible.

Aun así, cargar una veintena de aviones B-25 Mitchell en su cubierta (inicialmente se contempló embarcar hasta 20), en lugar de los aviones navales convencionales, exigía una serie de ajustes radicales. Para empezar, los B-25 eran considerablemente más grandes y pesados que los aparatos embarcados habituales, lo que obligaba a confinar toda la escuadrilla aérea del Hornet en su hangar interior. Es decir, el portaaviones quedaría temporalmente sin la rápida disponibilidad de su propia fuerza aérea embarcada, para liberar espacio en la cubierta de vuelo.

Era una apuesta arriesgada: sin sus cazas y bombarderos navales disponibles de inmediato, el Hornet quedaba expuesto y dependía por completo de la escolta del grupo de combate que lo acompañaría. Por esta razón, otro portaaviones, el USS Enterprise (CV-6), se uniría al despliegue como parte del grupo de escolta, compuesto además por cruceros, destructores y buques de abastecimiento. Todo el grupo de combate recibiría la denominación de Task Force 16. El grupo del Hornet, TF 16.2, zarparía de la bahía de San Francisco el 2 de abril, mientras que el TF 16.1 lo haría desde Pearl Harbor el 8 de abril, para reunirse todos el 13 de abril y navegar juntos hacia destino.

El mando naval de la operación recayó en el vicealmirante William F. “Bull” Halsey, una figura ya legendaria en la Marina de los Estados Unidos, quien, recordemos, apenas unos meses antes había escuchado por primera vez la idea de la misión formulada por el capitán Francis S. Low. Famoso por su carácter enérgico, su valentía y su enfoque agresivo, Halsey dirigiría la Task Force desde el puente del Enterprise. Aunque la operación se concibió como una acción conjunta entre la Armada y el Ejército, sería él quien debería tomar decisiones críticas sobre la marcha, en función de cómo evolucionaran los acontecimientos. Una de sus responsabilidades clave sería determinar el momento y el lugar exactos para lanzar el ataque, especialmente si la presencia de fuerzas enemigas ponía en riesgo el plan original.

Además, se asignaron a la operación dos submarinos —el USS Trout (SS-202) y el USS Thresher (SS-200)— que patrullarían zonas específicas con la misión de detectar y notificar cualquier presencia enemiga que pudiera amenazar a la Task Force 16 . El Thresher, también debía recopilar datos meteorológicos de Honshū para su uso por parte del grupo de combate.

Había llegado el momento. Los días 31 de marzo y 1 de abril de 1942 se embarcaron finalmente 16 bombarderos con sus respectivas tripulaciones de cinco hombres, además de personal adicional para cubrir imprevistos y el equipo de mantenimiento del Ejército. En total, sumaban 71 oficiales y 130 suboficiales y personal de tropa.

El Hornet zarpó del puerto de Alameda, California, con los B-25 posicionados en cubierta, amarrados con cables y protegidos con lonas. Nadie fuera del personal autorizado sabía cuál era el verdadero propósito de esa extraña carga. Para los marineros de la base naval que observaron la partida del buque, ver bombarderos del Ejército alineados en cubierta fue una escena desconcertante, incluso inaudita. A bordo, los aviadores del Ejército eran transportados como pasajeros; el Hornet estaba tripulado exclusivamente por marinos de la Armada, que también desconocían casi por completo la verdadera naturaleza de la misión.

Mientras la costa de California se desvanecía en el horizonte, Doolittle reunió a sus hombres en la sala de oficiales. Tras semanas de duro entrenamiento, había llegado el momento de revelarles su destino.

“For the benefit of those of you who don’t already know, or who have been guessing, we are going straight to Japan,” Doolittle told them. “We’re going to bomb Tokyo, Yokohama, Osaka, Kobe and Nagoya. The Navy is going to take us in as close as is advisable, and, of course, we’re going to take off from the deck.”

Scott, James M. Target Tokyo: Jimmy Doolittle and the Raid That Avenged Pearl Harbor. New York: W. W. Norton & Company, 2015, chap. 7.

———

—Para quienes aún no lo sepan, o hayan estado especulando, vamos directos a Japón —les dijo Doolittle—. Vamos a bombardear Tokio, Yokohama, Osaka, Kobe y Nagoya. La Armada nos llevará tan cerca como sea prudente y, por supuesto, despegaremos desde la cubierta.

Ahora todo cobraba sentido. El capitán Marc A. Mitscher anunció por megafonía a toda la tripulación del Hornet cuál era su verdadero destino. Los vítores se escucharon por todas partes. A partir de ese momento, los marinos de la Armada empezaron a mirar con renovado respeto a aquellos aviadores “intrusos”. La cooperación entre ambos grupos se estrechó: la tripulación del buque colaboró activamente en el programa de entrenamiento y organizó visitas guiadas por las instalaciones del portaaviones. Aunque estas no estaban directamente relacionadas con la misión, contribuían a reforzar el compañerismo y el entendimiento mutuo.

El teniente de la Armada Stephen Jurika Jr., con amplia experiencia en Japón tras haber estado destinado en la embajada como agregado naval, proporcionó al equipo de Doolittle toda la información que pudiera serles útil sobre el país. Además, se ofrecieron charlas informativas a todas las tripulaciones sobre el pueblo chino y lo que podían esperar de él. El teniente Thomas R. White, formado como cirujano pero que participaba como artillero en uno de los bombarderos, impartió conferencias sobre medidas higiénicas y sanitarias que debían adoptarse en China, así como instrucciones detalladas de primeros auxilios para hacer frente a casi cualquier emergencia.

Miembros de la tripulación del Hornet asistieron a los navegantes en el perfeccionamiento de sus métodos de orientación, y se realizaron prácticas de navegación astronómica en la cubierta del portaaviones. La sección meteorológica de la Armada impartió sesiones sobre interpretación del tiempo y previsiones meteorológicas a lo largo de la ruta.

Por último, el teniente coronel Doolittle dio las instrucciones finales sobre los objetivos a atacar y las formas de aproximación. A cada tripulación se le concedió libertad para elegir tanto su objetivo principal como uno alternativo, y estos fueron asignados en la medida de lo posible según el orden de solicitud. Se dedicaron muchas horas a estudiar la información del objetivo y a observar imágenes para familiarizarse con el método de aproximación. Se estudiaron numerosos puntos de referencia para posibles ayudas a la navegación y se marcaron en mapas y cartas. Se esperaba que cada dotación estudiara cuidadosamente sus rutas, objetivos y todas las variables conocidas, con el entendimiento de que no se volaría en formación: cada avión sería responsable de alcanzar y atacar su propio objetivo.

Los aviones se dividirían en grupos de vuelo con zonas específicas de actuación:

  1. Doolittle volaría solo.

  2. Hoover cubriría el norte de Tokio.

  3. Jones, la zona central.

  4. York, el sur de Tokio y la bahía centro-norte.

  5. Greening atacaría Kanagawa, Yokohama y Yokosuka.

  6. Hilger volaría hacia Nagoya, atacando con otros tres aviones esa ciudad, así como Osaka y Kobe.

La formación se extendería a lo largo de 80 kilómetros para maximizar la cobertura, dispersar el fuego enemigo y conservar el factor sorpresa.

Después de que todos los aviones y tripulaciones hubieran sido completamente informados y equipados, Doolittle inspeccionó personalmente cada B-25 e interrogó a las dotaciones para asegurarse de que todos conocieran a fondo el plan de acción y que sus aviones estuvieran en óptimas condiciones. Se realizaban revisiones diarias, se encendían los motores, y cualquier problema detectado debía resolverse de inmediato. La disponibilidad de repuestos, lógicamente, era muy limitada, por lo que si un avión no podía ser reparado, se tiraría literalmente por la borda. Ninguna tripulación quería ese triste final para su aeronave, así que todos se esforzaron al máximo para evitarlo. Al mismo tiempo, se continuó con la instrucción de los artilleros en el manejo de las ametralladoras.

Mitscher y Doolittle establecieron una excelente relación de trabajo. Cada mañana al amanecer y cada tarde al anochecer, el comandante del portaaviones ordenaba al personal que ocupara sus puestos de combate. En esos momentos, los pilotos del Ejército abordaban sus aviones y, a lo largo de los ejercicios repetidos, desarrollaron el método más rápido para alcanzarlos. Esta práctica, en caso de emergencia, resultaría clave para una evacuación rápida del portaaviones.

La reunión con el grupo de vicealmirante Halsey se produjo sin novedad y la Task Force 16 al completo siguió a buen ritmo hacia su destino previsto.

Varios años antes de la guerra, el gobierno japonés concedió medallas de amistad y buenas relaciones a varios ciudadanos de Estados Unidos, entre ellos el teniente Jurika que se encontraba abordo. En esencia, estas medallas simbolizaban la cooperación y el entendimiento entre ambas naciones, y pretendían representar la permanencia de esa actitud. Sin embargo, el secretario de la Marina, Frank Knox, consideró que había llegado el momento oportuno para devolverlas.

Las medallas fueron recuperadas de sus dueños y, una vez completadas las gestiones necesarias, se organizó una ceremonia en la cubierta del Hornet. Durante el acto, las medallas fueron sujetadas con alambre a una bomba de 500 libras que el teniente Ted W. Lawson transportaría para devolvérselas al gobierno japonés de una manera “adecuada”.

Durante la ceremonia, varios miembros de la tripulación escribieron en la bomba inscripciones como: “No quiero incendiar el mundo… ¡solo Tokio!” y frases similares.

El 17 de abril, en el comedor de oficiales, Doolittle llevó a cabo su última sesión informativa antes del despegue. Las instrucciones finales fueron breves y concisas. Se ofreció una última oportunidad a quienes desearan retirarse (recordemos que todos eran voluntarios), pero no hubo interesados. Las indicaciones incluyeron dos advertencias:

  1. Bajo ninguna circunstancia nadie iría a Vladivostok.

  2. No se bombardearía ningún objetivo no militar, incluido Kyūjō (el Palacio Imperial; no se tendría la misma consideración en mayo de 1945).

Esta reunión sería la última antes del despegue, que se planeaba para la tarde del 19 de abril, salvo que la Task Force fuera interceptada previamente. En ese caso, el despegue se llevaría a cabo lo antes posible.

La situación cambió de forma decisiva el 18 de abril. A las 03:12 de la madrugada, el radar detectó una nave de superficie no identificada. Al no considerarse una amenaza grave, no se alertó a las tripulaciones. Al amanecer —en una jornada gris, ventosa y con el mar algo agitado— se ocuparon los puestos de combate como era habitual, tras lo cual la mayoría de los hombres se dirigió al comedor para desayunar.

Sin embargo, una segunda detección, seguida de un tercer contacto, provocó la reacción del grupo de combate: se desplegaron aeronaves desde el Enterprise y se abrió fuego desde las baterías de los cruceros, liderados por el Nashville. El blanco era el Nittō Maru, un barco patrullero japonés localizado a tres millas y media (unos 5,6 kilómetros) en el flanco izquierdo de la Task Force. Aunque fue hundido, se temía que hubiera tenido tiempo de enviar un aviso a Tokio, lo que ponía en riesgo a toda la fuerza de ataque. (Al finalizar la guerra se confirmó que, en efecto, el mensaje fue enviado, pero tras solicitar Tokio una confirmación —que nunca llegó debido al hundimiento del buque—, decidieron ignorarlo).

Mientras todo esto sucedía, el vicealmirante Halsey ordenó lanzar el ataque. La advertencia a las tripulaciones llegó a través de los altavoces del Hornet, mientras aún se oía el cañoneo del Nashville: “¡Pilotos del Ejército, ocupen sus puestos de combate para el despegue!”.

Doolittle era plenamente consciente de que el adelanto en el despegue comprometía seriamente la seguridad de la misión: era demasiado pronto para llegar sanos y salvos a la China no ocupada. Además, salir tantas horas antes de lo previsto implicaba que los aviones ya no volarían bajo la cobertura de la oscuridad, sino a plena luz del día. Tendrían que recorrer entre 190 y 250 millas adicionales —unos 300 a 400 kilómetros— y, en esas condiciones, el combustible resultaba claramente insuficiente. Aun así, no había posibilidad de dar marcha atrás.

Para facilitar el despegue en cubierta, el capitán Marc A. Mitscher ordenó poner el Hornet a contraviento, que soplaba a 20 nudos (unos 37 km/h), y aumentar la velocidad del portaaviones a 30 nudos (55,5 km/h), con el fin de generar la máxima sustentación posible.

A las 08:20, Doolittle fue el primero en despegar. Uno a uno, los dieciséis B-25 abandonaron la cubierta en intervalos cuidadosamente cronometrados, emprendiendo el vuelo hacia territorio enemigo. A bordo del Hornet, marinos y aviadores siguieron cada despegue con atención contenida: era el punto de no retorno de una operación que, hasta entonces, había estado rodeada de secreto y preparación intensiva. La incursión sobre Japón había comenzado.

Cada avión, excepto el número dieciséis, rodeaba el portaaviones y sobrevolaba directamente la cubierta para leer el rumbo indicado en una gran tarjeta situada en la isla. Al alinear la mira de deriva con la línea blanca pintada a lo largo de la cubierta, se podían verificar las brújulas y la corrección por deriva.

Durante la fase de despegue ocurrieron un par de incidentes. El teniente Lawson olvidó desplegar los flaps, lo que provocó que su avión descendiera peligrosamente cerca del agua, aunque finalmente logró recuperar la altura con éxito. Por otro lado, debido al viento y el oleaje, el avión del teniente Farrow retrocedió mientras rodaba en cubierta, golpeando a un marinero que perdió un brazo.

Realizado el lanzamiento de los bombarderos, el grupo de combate puso rumbo a Pearl Harbor para salir de la zona cuanto antes. Al parecer, no solo el avistamiento de embarcaciones enemigas japonesas había motivado el adelanto de la misión, sino que también la urgencia de abandonar aguas peligrosas influyó en la decisión.

Debido al despegue prematuro, se deseaba notificar a Chongqing, pero por la necesidad de mantener un estricto silencio de radio, esto no pudo hacerse antes del despegue. Se solicitó que se avisara poco después de despegar, si era posible. En caso contrario, se consideró que Chongqing se enteraría del bombardeo por la radio japonesa y coordinaría la asistencia terrestre solicitada.

De hecho, Chongqing recibió noticias sobre la llegada de los bombarderos, pero el avión enviado a las zonas de aterrizaje se estrelló en ruta, causando la muerte de todos sus ocupantes. Como consecuencia, no se instalaron radiobalizas ni balizas de aterrizaje en la zona de Quzhou.

Por el contrario, cuando se escucharon los bombarderos sobre la costa china, se activó una alarma antiaérea y se apagaron todas las luces. Esto, sumado a las condiciones meteorológicas muy desfavorables para el vuelo sobre la costa china, imposibilitó un aterrizaje seguro en el destino.

Los aviones comenzaron a llegar al espacio aéreo japonés alrededor del mediodía, seis horas después del despegue, y según lo planeado ascendieron a unos 1.500 pies para atacar sus objetivos. Se bombardearon diez blancos militares e industriales en Tokio, dos en Yokohama y uno en Yokosuka, Nagoya, Kobe y Osaka. Como se mencionó más arriba, cada avión tenía objetivos primarios asignados, como refinerías, arsenales, fábricas y astilleros, además de blancos secundarios por si no era posible alcanzar los principales. En la mayoría de los casos se logró atacar los objetivos principales, y los daños superaron con creces las expectativas más optimistas, gracias a las condiciones meteorológicas despejadas, la baja altitud del bombardeo y la inflamabilidad de las construcciones japonesas.

Aunque los bombarderos se enfrentaron a fuego antiaéreo y a algunos cazas enemigos (incluidos Ki-45 y prototipos de Ki-61, confundidos con Bf 109), ningún avión fue derribado. El B-25 del teniente Everett Holstrom tuvo que arrojar sus bombas antes de alcanzar su objetivo, tras un fallo en la torreta que lo dejó vulnerable a ataques aéreos.

Los artilleros estadounidenses afirmaron haber derribado tres cazas japoneses: uno por la tripulación del Whirling Dervish, al mando del teniente Harold Watson, y dos por los artilleros del Hari Kari-er, pilotado por el teniente C. Ross Greening. Además, muchos objetivos fueron ametrallados por los artilleros de morro. Un detalle táctico que demostró su eficacia fue la ya referida colocación de falsas ametralladoras en la cola de los aviones, que disuadió a los cazas enemigos de atacar por detrás.

Se observaron globos de barrera en las inmediaciones de la bahía de Tokio, pero su escasa cantidad y altura —unos 900 metros— no supusieron un obstáculo relevante. Curiosamente, los japoneses derribaron algunos de sus propios globos al disparar contra los bombarderos.

Las defensas antiaéreas japonesas eran activas pero poco precisas, compuestas principalmente por cañones ligeros. Varios aviones fueron alcanzados por metralla antiaérea, pero ninguno sufrió daños que comprometieran su funcionamiento o les impidieran continuar la misión. Se cree que la baja altura y velocidad de la incursión impidió el uso de cañones pesados, si es que los había. El fuego de ametralladoras desde tierra fue ineficaz.

Tras el ataque, quince de los dieciséis bombarderos se dirigieron hacia la costa sureste de China cruzando el mar de China Oriental. El avión del capitán Edward J. York, con combustible insuficiente, puso rumbo a la Unión Soviética y aterrizó sin percance cerca de Vladivostok.

Dado que la URSS no estaba en guerra con Japón, su tripulación fue internada en cumplimiento del pacto de neutralidad soviético-japonés, aunque fueron tratados correctamente. Incautaron el B-25 e hicieron uso de él, a pesar de lo cual el Ministerio de Exteriores soviético no tuvo rubor en enviar periódicamente al Departamento del Tesoro estadounidense facturas por los gastos de “alojamiento y manutención” de la tripulación. Meses después, y con la colaboración del NKVD, se les permitió cruzar hacia el Irán ocupado por los Aliados, donde se presentaron en un consulado británico.

En cuanto al resto de la escuadra, todos los aviones lograron alcanzar la costa china tras más de trece horas de vuelo, gracias a un viento de cola que aumentó su velocidad de crucero. Sin embargo, debido a la noche, el mal tiempo y la falta de señalización en los campos de aterrizaje, los tripulantes se vieron obligados a lanzarse en paracaídas o a realizar aterrizajes de emergencia. Tres fallecieron en esta fase: el cabo Leland D. Faktor durante el salto en paracaídas; el sargento Donald E. Fitzmaurice y el sargento de estado mayor William J. Dieter se ahogaron tras un aterrizaje forzoso en el mar.

Doolittle y su tripulación, tras saltar en paracaídas, fueron auxiliados por soldados y civiles chinos, así como por John Birch, un misionero estadounidense. El propio Doolittle cayó en un campo de arroz y aterrizó sobre un montón de estiércol, lo que afortunadamente evitó que se fracturara nuevamente uno de sus tobillos.

Las tripulaciones de dos aeronaves —un total de 10 hombres— habían desaparecido. Más tarde se supo que ocho de ellos fueron capturados por los japoneses: los tenientes Dean E. Hallmark, William G. Farrow, Robert J. Meder, Chase Nielsen, Robert L. Hite, el alférez George Barr y los cabos Harold A. Spatz y Jacob DeShazer. Los dos restantes correspondían a los tripulantes que fallecieron ahogados.

Los ocho capturados en Jiangxi fueron juzgados y condenados a muerte por un tribunal militar en la China ocupada. Posteriormente, cinco de las sentencias fueron conmutadas, mientras que las otras tres (Hallmark, Farrow y Spatz) fueron ejecutadas en Shanghái. Los prisioneros no ejecutados permanecieron la mayor parte del tiempo en confinamiento militar, en condiciones deplorables, sufriendo torturas, soledad, hambre y enfermedad, lo que provocó un rápido deterioro de su salud.

En abril de 1943 fueron trasladados a Nankín, donde Meder murió el 1 de diciembre de 1943 a causa del beriberi. Los hombres restantes (Nielsen, Hite, Barr y DeShazer) empezaron a recibir un trato algo mejor, llegando incluso a disponer de una copia de la Biblia y algunos libros. Finalmente, fueron liberados, junto con otros 600 prisioneros aliados retenidos en la prisión de Fengtai, por miembros de la OSS (Oficina de Servicios Estratégicos), en lo que se denominó Operación MAGPIE, en agosto de 1945.

Los aviadores que lograron evadir la captura emprendieron una ardua travesía hacia Chongqing. Día tras día, los habitantes del campo chino quedaban atónitos al ver aparecer, entre montañas rocosas o en las afueras de aldeas remotas, a hombres caucásicos vestidos con chaquetas de cuero marrón y pantalones desgarrados. Campesinos, leñadores y agricultores los observaban con una mezcla de curiosidad y temor. Muchos de ellos jamás habían visto a un occidental.

Los propios tripulantes, por su parte, miraban con recelo a la población local. Al no existir líneas de frente claramente definidas, temían estar caminando directamente hacia manos japonesas. Algunos avanzaban heridos, con la espalda maltrecha, costillas rotas, piernas quemadas o narices ensangrentadas. Exhaustos y cubiertos de barro, buscaban ayuda entre quienes se reunían para contemplarlos. Guerrilleros chinos los guiaban de un asentamiento a otro, mientras misioneros les ofrecían refugio.

Los aviadores continuaron su camino hacia el interior del país por medios tan variados como peculiares: a pie, montando ponis peludos, en barcas fluviales, camiones a carbón, rickshaws e incluso palanquines cargados por campesinos. Tras tres semanas de penurias, distintos grupos de los Raiders llegaron finalmente a Chongqing, poniendo fin a su odisea.

De los 16 aviones, 15 habían acabado estrellados o destruidos en aterrizajes forzosos. De los 80 tripulantes, tres habían muerto en acción y ocho habían sido capturados por los japoneses. 69 aviadores escaparon de la captura o la muerte si bien hubo algunos heridos de gravedad, como el teniente Lawson, cuya pierna tuvo que ser amputada por otro aviador, el cirujano que volaba como artillero, teniente Thomas R. White.

Mientras Doolittle contemplaba con desaliento los restos de su avión, quizás viera en ellos una metáfora de cómo había acabado todo. Extremadamente crítico consigo mismo, consideraba que la pérdida de los 16 aviones, junto con el daño relativamente menor a los objetivos, convertía el ataque en un fracaso. Probablemente le esperaba un consejo de guerra a su regreso y un alojamiento en Fort Leavenworth.

Cuán equivocado estaba. Los 80 aviadores fueron condecorados con la Cruz de Vuelo Distinguido, y aquellos que murieron o resultaron heridos durante la incursión recibieron el Corazón Púrpura. Todos los Raiders también fueron reconocidos por el gobierno chino.

Además, el cabo David J. Thatcher (ingeniero de vuelo y artillero de la tripulación de Lawson) y el teniente Thomas R. White (cirujano de vuelo y artillero de la tripulación de Smith) fueron condecorados con la Estrella de Plata por ayudar a los miembros heridos del equipo del teniente Lawson a evadir a las tropas japonesas en China.

Por otra parte, Doolittle recomendó un ascenso para todos los Raiders, excepto para los tripulantes del avión que había volado a Rusia, a pesar de sus repetidas advertencias; eso le irritaba y esperaba respuestas antes de tomar una decisión.

El propio Doolittle recibiría la más alta condecoración, la Medalla de Honor, y un ascenso de dos grados: de teniente coronel pasaría directamente a general de brigada.

El raid sobre Tokio fue mucho más que una simple operación aérea: supuso un punto de inflexión emocional y estratégico tanto para Estados Unidos como para Japón. Desde el punto de vista militar, el daño material ocasionado en las ciudades japonesas fue relativamente limitado. Las bombas destruyeron instalaciones industriales, algunas zonas portuarias y viviendas, pero no causaron una disrupción a gran escala de la infraestructura militar japonesa. Sin embargo, reducir su impacto a cifras y estructuras sería ignorar el verdadero alcance de lo que esta misión consiguió.

Lo que Estados Unidos logró con aquel audaz ataque fue un triunfo psicológico de enorme calado. Apenas cuatro meses después de la humillante devastación sufrida en Pearl Harbor, la incursión demostró al mundo —y, lo que es más importante, al pueblo estadounidense— que su país podía devolver el golpe, incluso en el corazón del enemigo. La moral nacional, que había estado bajo mínimos, se elevó drásticamente. La operación se convirtió en símbolo de ingenio, valentía y cooperación entre ramas del ejército tradicionalmente enfrentadas.

Para Japón, sin embargo, las repercusiones fueron inquietantes. La mera idea de que bombarderos enemigos pudieran alcanzar Tokio y otras ciudades clave, volando desde un portaaviones oculto en el Pacífico, supuso una bofetada al orgullo imperial y una clara señal de vulnerabilidad. El ataque minó la confianza de la población japonesa en la invulnerabilidad de su territorio y generó tensiones en el alto mando militar. Algunos oficiales del ejército japonés, desconcertados por el fallo de los servicios de inteligencia y defensa costera, comenzaron a exigir una respuesta inmediata y contundente.

Fruto de esa reacción nació un cambio estratégico crucial: Japón aceleró sus planes para neutralizar a la flota estadounidense en el Pacífico central. La incursión sobre Tokio fue uno de los factores determinantes que llevaron a los japoneses a planear el asalto a las islas Midway, operación que pretendía eliminar la amenaza que suponían los portaaviones norteamericanos. Irónicamente, esa decisión condujo a la batalla de Midway en junio de 1942, donde Japón sufrió una de las derrotas más devastadoras de toda la guerra, perdiendo cuatro portaaviones y cientos de aviadores veteranos. En retrospectiva, el raid de Doolittle no solo fue una operación simbólica, sino también una maniobra que alteró el curso de la guerra.

Pero mientras el público estadounidense celebraba a sus héroes, y los líderes militares valoraban el éxito estratégico, en el continente asiático se desencadenaba una tragedia paralela de enormes proporciones. La incursión aérea había sido planeada con la esperanza de que, tras lanzar las bombas, los tripulantes pudieran volar hasta zonas de China libre de la ocupación japonesa, donde serían recibidos y protegidos por aliados chinos. Aunque muchos aviadores fueron rescatados por civiles que arriesgaron sus vidas para ocultarlos y guiarlos, esa generosidad tuvo un coste terrible.

Las autoridades japonesas, furiosas por el ataque y deseosas de castigar a quienes colaboraron con los pilotos estadounidenses, emprendieron una represalia brutal en varias provincias del este de China, especialmente en Zhejiang y Jiangxi. Allí, las tropas imperiales llevaron a cabo una campaña sistemática de terror contra la población civil. Algunas fuentes estiman que entre 250.000 y 300.000 chinos fueron asesinados como parte de estas operaciones de castigo. Esta cifra resulta escalofriante y supera con creces el número de víctimas de muchos bombardeos.

El ejército japonés no solo ejecutó a civiles sospechosos de ayudar a los aviadores, sino que también destruyó aldeas enteras, arrasó cultivos, envenenó pozos y llevó a cabo ataques biológicos con peste y cólera, como parte de una estrategia para impedir que las zonas rurales sirvieran de refugio a futuras misiones extranjeras. Esta represión despiadada, poco conocida fuera de los círculos especializados, constituye una de las páginas más oscuras del conflicto en Asia. Fue una cruel consecuencia indirecta de la incursión aérea y un recordatorio brutal de la ocupación japonesa en China.

Aunque los hombres de Doolittle no podían haber previsto semejante represalia, muchos de ellos sintieron una profunda culpa y tristeza al conocer la magnitud del castigo infligido a sus aliados chinos. Algunos dedicaron años —incluso décadas— a honrar la memoria de quienes les habían salvado la vida y pagado un precio tan alto por ello. En tiempos de paz, muchos regresaron a China para rendir homenaje a los campesinos, guerrilleros y ciudadanos anónimos que lo arriesgaron todo por ayudarles a sobrevivir. Y en China, aún hoy, se guarda un recuerdo respetuoso y agradecido de los Doolittle Raiders.

Así, la Incursión Doolittle no puede entenderse únicamente como una audaz acción militar. Fue un episodio de coraje y estrategia, pero también de sacrificio y sufrimiento. Su legado no se limita a lo que ocurrió en el aire o sobre Tokio, sino que se extiende a los campos de arroz y aldeas chinas, donde miles de vidas fueron segadas en represalia por un acto que, paradójicamente, había sido diseñado para encender la esperanza.

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A la vuelta de Oriente

Mientras los Raiders, dispersos por el campo chino, emprendían su ardua marcha hacia Chongqing, tratando de esquivar a los perseguidores japoneses, el temido Kempeitai intentaba arrancar información a los aviadores capturados mediante brutales sesiones de tortura. A pesar de ello, los prisioneros consiguieron sembrar cierta confusión inicial: algunos se limitaron a declarar su nombre, número y rango; otros afirmaron que habían despegado desde una isla inexistente cerca de Midway, o incluso desde las Aleutianas.

En Washington D. C., el presidente Roosevelt respondía con cautela y tono irónico. Cuando le preguntaron por el origen de los bombarderos, aseguró que habían partido de una base secreta en el Himalaya: Shangri-La. No todos comprendieron la broma, una referencia a la mítica tierra descrita en la novela Lost Horizon (1933) de James Hilton, llevada al cine con gran éxito en 1937 por Frank Capra —excompañero de clase de Doolittle—, con Ronald Colman como protagonista.

Animado por esa alusión presidencial, el estudio Columbia decidió aprovechar el momento y reestrenar la película en 1942, bajo el título The Lost Horizon of Shangri-La.

The Washington Daily News, 13 de julio 1942

Rumford Falls Times, 30 de julio 1942

Incluso la Armada decidió rendir homenaje a la broma, y en febrero de 1944 botó el portaaviones USS Shangri-La (CV/CVA/CVS-38), durante una ceremonia en la que Josephine Doolittle tuvo el honor de romper la tradicional botella de champán contra el casco.

En cualquier caso, no sería hasta muchos meses después de la operación —ya en 1943— cuando se revelaron oficialmente los detalles, como puede verse en este noticiario.

Jimmy Doolittle seguía en China, preocupado por la suerte de sus hombres, cuando el 28 de abril de 1942 recibió la notificación de su ascenso a general de brigada. El mensaje, enviado por su superior y amigo, el general Hap Arnold, incluía además la orden de regresar a Washington “por cualquier medio disponible”, “lo antes posible” y “sin absolutamente ninguna publicidad”.

Como mencionamos anteriormente, con 16 aviones perdidos y varios tripulantes aún desaparecidos, Doolittle consideraba que la misión había sido un fracaso. La incursión no se había concebido como una operación suicida: todos confiaban en alcanzar sus objetivos y entregar los aviones en Chongqing. Sabían que el riesgo era alto —más aún tras verse obligados a despegar antes de lo previsto—, pero creían firmemente que regresarían con vida. Sin embargo…

Dos semanas después de abandonar China, tras pasar por Myitkyina (Birmania) y Calcuta, Doolittle llegó a Washington, donde fue recibido de inmediato por Hap Arnold. De nuevo expresó su inquietud por cómo había salido todo. Arnold le respondió que no estaba viendo el impacto estratégico de la misión: la acción liderada por él y sus hombres había elevado enormemente la moral del pueblo estadounidense. Se habían convertido en héroes.

Doolittle no se sentía como tal, especialmente sabiendo que varios de sus hombres seguían en manos japonesas —sufriendo, sin duda, lo indecible— o retenidos por los soviéticos.

Pero la opinión del Ejército era distinta. El 19 de mayo fue conducido por los generales Arnold y Marshall a la Casa Blanca. Allí, tras encontrarse por sorpresa con su esposa Joe —a quien Hap había hecho venir desde Los Ángeles—, fue recibido por el presidente Roosevelt en el Despacho Oval. Se le concedió la Medalla de Honor. Doolittle, que no se consideraba merecedor de tal distinción, le confesó más tarde a Hap: “La aceptaré en nombre de todos los chicos que participaron en la incursión, porque compartieron el mismo riesgo que yo. Y pasaré el resto de mi vida intentando ganármela”.

Jimmy Doolittle siempre fue el “piloto de los pilotos”, un líder exigente pero cercano. “Sus chicos”, como llamaba a los 79 hombres que lo acompañaron en la misión sobre Tokio, ocuparon siempre un lugar especial en su pensamiento. Escribió personalmente a los familiares de cada miembro del equipo para compartir toda la información que tuviera, en especial sobre los que seguían desaparecidos o prisioneros, y mantuvo un contacto regular con la Cruz Roja para conocer su estado.

El Ejército, por su parte, no dudó en aprovechar el impacto de la operación y convirtió a Doolittle en un símbolo, utilizándolo tanto para reforzar la moral como en campañas de reclutamiento.

También se convirtió en una figura clave para North American Aviation, fabricante del B-25 Mitchell. La incursión sobre Tokio fue, sin buscarlo, la mejor campaña de promoción posible para un avión que apenas había entrado en servicio el año anterior. Aquella misión no solo supuso el primer bombardeo estadounidense sobre suelo japonés, sino también el de mayor alcance jamás realizado por un B-25 en combate: una media de 2.250 millas náuticas (unos 4.170 kilómetros). El presidente de la compañía, James Howard “Dutch” Kindelberger, no dudó en invitar a Doolittle a visitar la planta de producción en Inglewood, California.

El evento, de gran valor simbólico, se celebró el 1 de junio de 1942. Las tres plantas de North American —Dallas, Kansas City e Inglewood— organizaron un concurso interno para mejorar la producción del B-25. Cada una eligió a un trabajador destacado que tendría el privilegio de compartir escenario con el general y pronunciar un breve discurso. Además, uno de ellos recibiría un premio especial de 1.000 dólares en bonos de guerra.

Poco después de las 14:00 (hora central), J. H. “Dutch” Kindelberger presentó al general de brigada Jimmy Doolittle ante el público reunido en Inglewood. El acto fue retransmitido simultáneamente por CBS en las otras dos plantas.

Doolittle abrió su discurso con un guiño humorístico a la ya famosa broma de Roosevelt:

“Dutch, no se lo digas a nadie, pero Shangri-La está aquí mismo, en la planta de North American. De aquí vinieron nuestros bombarderos B-25”.

Luego ofreció unas breves pinceladas sobre la misión y expresó su sincero agradecimiento por la fiabilidad del avión que habían pilotado.

En el plano familiar, los dos hijos de Jimmy Doolittle seguían también caminos ligados al servicio militar: el mayor, James H. Doolittle Jr. estaba desplegado en el Pacífico como copiloto, mientras que su hermano, John Prescott Doolittle, acababa de ingresar en la academia militar de West Point.

Jimmy, por su parte, también esperaba regresar al frente del Pacífico, pero el general Douglas MacArthur prefirió designar a otro candidato. En su lugar, Doolittle fue enviado a Gibraltar, donde se estaba preparando la invasión aliada del norte de África: la Operación Torch. Allí, el general Dwight D. “Ike” Eisenhower, todavía algo escéptico —pues seguía viendo en Doolittle al intrépido aviador de la preguerra—, le confió de manera reticente el mando de la recién creada 12.ª Fuerza Aérea.

El nuevo escenario de operaciones no era fácil. En el norte de África, el teatro bélico aún era caótico: el control del espacio aéreo resultaba inestable y las líneas logísticas estaban lejos de consolidarse. Sin embargo, Doolittle aportó una combinación de organización, eficiencia y una actitud ofensiva que resultaría decisiva, primero en la campaña de Túnez y más adelante en la invasión aliada de Sicilia.

Con la reestructuración de las fuerzas aéreas en la región, la 12.ª Fuerza Aérea fue integrada en la nueva Northwest African Air Forces (NAAF), bajo el mando del general Carl A. “Tooey” Spaatz. Doolittle quedó al frente de su división estratégica. Aunque recibió un ascenso a general de división, interpretó este nuevo rol como una degradación respecto a su anterior nivel de autonomía. Aun así, aceptó la responsabilidad con determinación y se volcó en su nueva tarea. Estaba convencido de que el bombardeo estratégico podía tener un impacto decisivo en el curso de la guerra, y se dedicó a planificar misiones que explotaran al máximo esa capacidad.

Finalizada la campaña del norte de África con la victoria aliada, Eisenhower no escatimó elogios y reconoció abiertamente la valiosa contribución de Doolittle, en quien ya había aprendido a confiar plenamente.

Con la mirada puesta ahora en Europa, los aliados se preparaban para el asalto a Sicilia. La NAAF pasó a centrar sus esfuerzos en apoyar la operación. Una pequeña isla del Mediterráneo, Pantelaria, situada entre Túnez y Sicilia, se convirtió en el siguiente objetivo: fuertemente defendida, sin playas útiles para un desembarco y con más de 200 emplazamientos de artillería italiana, representaba un enclave de gran importancia… y una oportunidad para que Doolittle demostrara que el poder aéreo, bien empleado, podía doblegar la voluntad de combate del enemigo.

Convencido de que podía validar las teorías de Billy Mitchell sobre el potencial de la aviación estratégica, Doolittle ordenó un bombardeo continuo de Pantelaria. Aviones norteamericanos y británicos —cuatro grupos de B-17, dos de B-25, tres de B-26, un escuadrón de P-40, y varias alas de bombarderos Wellington, además de unidades sudafricanas— lanzaron un ataque implacable sobre la isla.

Los bombarderos pesados destruyeron depósitos de suministros y munición, los medios atacaron objetivos tácticos y los cazas ametrallaron cualquier movimiento. Como era habitual en él, Doolittle quiso experimentar de primera mano las condiciones del combate y participó en uno de los vuelos como copiloto en un B-26. Era su política subir a bordo con sus unidades —como copiloto u observador— para evaluar las misiones personalmente. Sus hombres lo esperaban; sabían que no era un general de despacho.

El resultado fue rotundo: la guarnición italiana se rindió sin que un solo soldado aliado hubiera puesto pie en la isla. La victoria en Pantelaria fue un éxito estratégico para Estados Unidos y una prueba inequívoca de que la aviación, empleada con inteligencia, podía ganar una batalla por sí sola.

Entre las misiones más delicadas que recayeron sobre Jimmy Doolittle durante la campaña en el sur de Europa, destaca también la planificación y ejecución del primer bombardeo de Roma. Esta operación suponía un desafío militar, político y moral sin precedentes: no se trataba solo de alcanzar objetivos estratégicos en una ciudad enemiga, sino de hacerlo en una de las urbes más cargadas de simbolismo histórico, cultural y religioso del mundo occidental.

Roma albergaba centros neurálgicos del sistema ferroviario italiano —como los patios de clasificación de San Lorenzo y Littorio, claves para el movimiento de tropas y suministros—, pero también innumerables tesoros arquitectónicos y artísticos, así como el corazón espiritual del catolicismo, lo que obligaba a extremar las precauciones para evitar una catástrofe propagandística y diplomática de primer orden.

Doolittle comprendía perfectamente las implicaciones. La operación debía ejecutarse con absoluta precisión: no solo era imperativo destruir los objetivos militares asignados, sino que bajo ningún concepto podían verse afectados lugares de valor incalculable para la humanidad. Con ese criterio, se diseñaron mapas objetivos detallados en los que se marcaron en blanco, con claridad y énfasis, cuatro áreas cuya integridad debía preservarse sin excepción: Ciudad del Vaticano, Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y la basílica de San Pablo Extramuros.

Además de las dificultades técnicas propias de cualquier bombardeo aéreo de gran escala, existía un fuerte componente ético. El general ofreció a sus hombres la posibilidad de retirarse voluntariamente de la misión si tenían conflictos de conciencia de carácter religioso. Nadie quiso hacerlo. Cada uno de los aviadores era plenamente consciente del peso que recaía sobre sus hombros: cualquier error podía provocar la destrucción de patrimonio universal o desatar la indignación del mundo entero.

La misión se llevó a cabo con una fuerza considerable: 500 aeronaves fueron movilizadas. El coronel Rainey lideró la operación y Doolittle voló como copiloto en el último grupo, en una posición conocida como Tail End Charlie, que implicaba un riesgo extremo, ya que los sistemas antiaéreos enemigos concentraban su fuego sobre los últimos aviones de la formación, que seguían una misma ruta cuidadosamente planificada para evitar las zonas prohibidas.

El desarrollo del ataque no estuvo exento de complicaciones. El humo generado por las oleadas anteriores de bombardeos cubrió parcialmente los objetivos y ocultó gran parte de la ciudad, incluyendo el Vaticano. A pesar de ello, los bombarderos, equipados con la tecnología más avanzada disponible en ese momento, como la mira Norden —que desecharon los Raiders—, hicieron todo lo posible por mantener la precisión.

El balance final de la operación fue considerado un éxito por el mando militar. Los patios de clasificación ferroviaria fueron severamente dañados, y la mayor parte de los enclaves sensibles de Roma se mantuvieron intactos. No obstante, la basílica de San Lorenzo sufrió serios daños y el número de víctimas civiles se estima que fue entre 1.600 y 3.200, según las fuentes. La prensa británica y, especialmente, la estadounidense fueron muy críticas con la misión.

Poco después, Doolittle fue nombrado comandante de la recién creada 15.ª Fuerza Aérea, con base en Italia desde noviembre de 1943. Su misión era lanzar ataques estratégicos de largo alcance contra objetivos industriales y logísticos en Alemania, los Balcanes y Europa del Este. Firme defensor del bombardeo estratégico, dirigió operaciones contra centros de comunicaciones, patios ferroviarios, aeródromos y fábricas, consolidando el papel de la aviación como herramienta clave en la ofensiva aliada.

Pero sería en 1944, con su ascenso a teniente general, cuando asumiría el mando de mayor responsabilidad: la 8.ª Fuerza Aérea en Inglaterra (“the Mighty Eighth”), la unidad aérea más poderosa del esfuerzo aliado en Europa. Este cuerpo colosal reunía miles de bombarderos pesados y cazas de escolta, decenas de miles de hombres, y tenía como objetivo primordial doblegar la infraestructura militar, industrial y logística del Tercer Reich. Bajo su dirección, se introdujeron transformaciones que marcaron un punto de inflexión en la guerra aérea.

Una de sus decisiones más trascendentales fue modificar la doctrina de escolta de los cazas. Hasta ese momento, la prioridad de los pilotos era permanecer junto a las formaciones de bombarderos para protegerlas durante toda la misión. Doolittle alteró radicalmente este enfoque: autorizó a los cazas de largo alcance —inicialmente Lockheed P-38 Lightning y Republic P-47 Thunderbolt, sustituidos progresivamente por los P-51 Mustang— a adelantarse, ampliar su radio de acción y atacar libremente a la Luftwaffe incluso antes de que sus bombarderos llegaran al objetivo. El lema que presidía las paredes de la sala de mando pasó de proclamar: “El primer deber de los cazas de la Octava Fuerza Aérea es traer de vuelta vivos a los bombarderos”, a declarar con firmeza: “El primer deber de los cazas de la Octava Fuerza Aérea es destruir a los cazas alemanes”.

Esta estrategia ofensiva resultó controvertida al principio, pero se demostró eficaz: el ratio de pérdidas entre los bombarderos disminuyó drásticamente, mientras que la presión constante sobre las unidades de combate alemanas desarticuló progresivamente su capacidad de respuesta. A lo largo de 1944, esta táctica fue clave para neutralizar tanto a las formaciones de cazas pesados de doble motor (Zerstörergeschwader) como a los grupos de asalto de Focke-Wulf Fw 190 fuertemente armados (Sturmgruppe). Además, una vez cumplidas sus misiones de escolta, los cazas estadounidenses aprovechaban el vuelo de regreso para atacar objetivos de oportunidad como aeródromos, trenes, convoyes o instalaciones logísticas.

Otra medida relevante tomada bajo su mando fue el incremento del número de misiones requeridas a las tripulaciones. Doolittle comprendió que los equipos alcanzaban su máxima eficiencia tras una docena de salidas. Sin embargo, en ese momento eran ya casi relevados. Aumentando el límite mínimo de 25 a 30 misiones logró incrementar notablemente la efectividad de los bombardeos y reducir las pérdidas. Aunque la medida pudo resultar en un principio impopular entre los aviadores, esta decisión mejoró tanto la precisión como la supervivencia de las tripulaciones.

Frente a las frecuentes complicaciones provocadas por el mal tiempo sobre los objetivos, Doolittle impulsó otra solución innovadora: la creación de una unidad de exploradores meteorológicos en vuelo. A propuesta del coronel Budd J. Peaslee, se organizó una patrulla de aviones P-51 con un piloto veterano y su escolta, que volaban por delante de la formación para informar en tiempo real de las condiciones meteorológicas. Esta medida redujo significativamente el número de misiones abortadas y aumentó la eficacia operativa del conjunto de las fuerzas aéreas aliadas.

Más allá de sus dotes como estratega, Jimmy Doolittle seguía ejerciendo un liderazgo cercano, activo y personal. Visitaba regularmente las bases, hablaba con los mecánicos, escuchaba a los pilotos y participaba en algunas misiones, manteniéndose en contacto directo con la realidad del combate. Durante el Día D sobrevoló las playas del desembarco a los mandos de un P-38 y, en otras ocasiones, también pilotó un P-51. Nunca dejó de ser un aviador, aunque la cúpula militar tuvo que ponerle freno y ordenarle cesar sus vuelos sobre territorio enemigo una vez que fue informado de la existencia del programa Ultra, la operación ultrasecreta de interceptación y descifrado de las comunicaciones alemanas.

Bajo su mando, la Octava Fuerza Aérea no solo se consolidó como el brazo aéreo decisivo de la guerra en Europa, sino que también simbolizó el potencial transformador de la aviación moderna en el curso del conflicto.

Una singular responsabilidad que recayó sobre Doolittle fue la gestión de la situación de los aviones estadounidenses internados en Suiza. Entre 1943 y 1945, un total de 166 bombarderos norteamericanos —la mayoría B-17 y B-24— buscaron refugio forzoso en el país helvético, ya fuera por daños en combate, falta de combustible o emergencias diversas. De ellos, 41 se perdieron en accidentes o aterrizajes forzosos, otros 39 resultaron gravemente dañados y 86 más sufrieron daños menores.

El aeródromo de Dübendorf, en el cantón de Zúrich, normalmente utilizado por Swissair pero sin actividad civil durante la guerra, fue el lugar designado para retener a estas aeronaves extranjeras, incluidos también algunos aparatos alemanes, como un caza a reacción Me 262. Las fuerzas suizas llegaron a derribar varios aviones aliados que violaban su espacio aéreo: seis fueron abatidos por cazas, nueve por fuego antiaéreo, lo que causó la muerte de 36 tripulantes aliados. Hasta mayo de 1945 se registraron 137 aterrizajes de emergencia, resultando en el internamiento de unos 120 aviones estadounidenses. Los oficiales eran enviados a Davos, mientras que el resto de tripulantes eran internados en Adelboden. Pese a las órdenes del agregado militar estadounidense, coronel Barnwell Legge, de no intentar la fuga, muchos aviadores ignoraron la instrucción. Los que eran capturados tras su huida terminaban generalmente recluidos en el campo de prisioneros de Wauwilermoos, cerca de Lucerna.

En noviembre de 1944, una delegación técnica estadounidense llegó a Suiza con la misión de evaluar el estado de las aeronaves y coordinar posibles reparaciones. Al frente del grupo se encontraba el teniente coronel Peter DePaolo, quien, tras inspeccionar los aparatos, confirmó que la mayoría estaban en condiciones de ser devueltos al servicio tras una revisión a fondo. No ocurrió lo mismo con 39 de ellos, que fueron desmantelados por el ejército suizo debido a los daños sufridos y la falta de espacio, y almacenados en hangares de Dübendorf y Kloten.

Finalmente, el 7 de septiembre de 1945, unos 60 aviones —reparados gracias al trabajo conjunto de técnicos de la USAAF y personal suizo— despegaron desde Dübendorf rumbo a la base de Burtonwood, en Inglaterra, donde serían finalmente desguazados. Esta base, una de las principales de la Fuerza Aérea estadounidense en Europa durante la guerra, llegó a emplear a 25.000 personas. En Dübendorf, se conseguía dejar listos para volar alrededor de ocho bombarderos cada semana.

La figura de Peter DePaolo añadía un matiz curioso a toda esta operación. Ex piloto de automovilismo, había sido una celebridad en las décadas de 1920 y 1930, llegando a ganar las 500 Millas de Indianápolis en 1925. Su carrera terminó voluntariamente en 1934, tras sufrir un grave accidente en Montjuïc durante el Gran Premio Penya Rhin, al esquivar a unos niños que habían irrumpido en la pista. Su Maserati 8CM volcó y derribó un poste de luz; DePaolo sufrió quemaduras, contusiones y un traumatismo craneoencefálico que lo mantuvo once días en coma en la clínica del doctor Corachán.

Durante aquellos años, había trabado amistad con Rudolf Caracciola, leyenda del automovilismo alemán, quien vivía ahora en Lugano con su esposa. Caracciola, decidido a regresar a la competición tras la guerra, había logrado que Mercedes-Benz enviara a Suiza los legendarios W165 que habían dominado —con Hermann Lang y el mismo Caracciola al volante— el Gran Premio de Trípoli antes del conflicto. Su intención era participar en la Indy 500 de 1946 con uno de esos monoplazas. Sin embargo, los trámites se complicaron al considerarse el coche un bien alemán, susceptible de ser requisado como reparación de guerra.

DePaolo contaba con el respaldo de Doolittle —con quien mantenía una relación de confianza— para facilitar el traslado aéreo del vehículo por medio de la Fuerza Aérea estadounidense, pero las autoridades británicas bloquearon la operación.

Finalmente, Caracciola participó en Indianápolis con un coche prestado por Joel Thorne. Durante los entrenamientos, y tras ser obligado a abandonar su clásico casco de cuero por uno metálico de estilo militar, sufrió un grave accidente al golpearse contra el muro y salir despedido. El casco le salvó la vida, aunque pasó varios días en coma y meses de recuperación en casa del propietario del circuito, Tony Hulman Jr.

Doolittle asistiría al retorno de la mítica Indy 500, en 1946, tras el parón causado por la guerra.

Los Mercedes W165 nunca volvieron a competir. Con una única carrera en su historial y un doblete imborrable, permanecieron bajo control suizo hasta 1950, cuando fueron subastados y recuperados por Mercedes-Benz. Hoy en día, ocupan un lugar de honor en el museo de la marca.

Pero volviendo a Doolittle, el 7 de mayo de 1945, el coronel general Alfred Jodl firmó la rendición incondicional de Alemania. Al día siguiente, Churchill proclamó el 8 de mayo como el Día de la Victoria en Europa. La guerra en Europa llegaba a su fin, y para Doolittle, aquello casi supuso también el cierre de una etapa.

Jimmy tenía previsto trasladar su Octava Fuerza Aérea a la base de Kadena, en Okinawa, para participar en el asalto final contra Japón. Sin embargo, antes de que ese movimiento se hiciera realidad, tanto él como el general George S. Patton recibieron la orden de recorrer Estados Unidos en una gira destinada a mantener alta la moral del país y recaudar fondos con vistas al último tramo de la contienda contra el Imperio japonés.

El 2 de septiembre de 1945, Japón firmó la rendición en la cubierta del USS Missouri. Doolittle estuvo presente junto a las máximas autoridades militares del Pacífico. La guerra había terminado, y él podía por fin regresar a casa.

Su regreso no significó el retiro de la vida pública. El 5 de enero de 1946 pasó a la reserva inactiva con el inusual rango de teniente general. En marzo de ese mismo año, el secretario de Guerra, Robert P. Patterson, le encomendó presidir una comisión para estudiar las relaciones entre oficiales y soldados en el Ejército. Conocida como la “Doolittle Board” o la “GI Gripes Board”, esta comisión propuso una serie de reformas profundas que se implementaron en el Ejército de posguerra. Aunque muchos las consideraron necesarias, hubo voces críticas que acusaron a la comisión de debilitar la disciplina militar.

En 1947, con la creación de la Fuerza Aérea como rama independiente del ejército, Doolittle fue uno de sus principales arquitectos intelectuales. Ese mismo año se convirtió en el primer presidente de la Air Force Association, organización que él mismo ayudó a fundar. También se pronunció con claridad a favor de la desegregación racial en las Fuerzas Armadas, en un momento en que dicha postura todavía generaba resistencia.

Doolittle fue contratado de nuevo en 1946 por Shell Oil, esta vez como vicepresidente, y más adelante como miembro del consejo de administración. En paralelo, viajó a Estocolmo para estudiar los misteriosos “cohetes fantasmas” avistados sobre Escandinavia, una experiencia que anticipaba su creciente interés por la tecnología aeroespacial.

Pero su implicación en el desarrollo tecnológico no era nueva. Ya en los años 30, había trabajado con el pionero Robert H. Goddard en la mejora de combustibles para cohetes. Su visita a Roswell en 1938 para conocer de primera mano los experimentos de Goddard marcó su interés temprano por la exploración espacial. Tras la guerra, esta vocación se intensificó: en 1951 fue nombrado asesor científico del Jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea y se convirtió en un impulsor clave de los programas balísticos y espaciales.

En 1952, tras una serie de accidentes aéreos en Nueva Jersey, el presidente Truman le encargó presidir una comisión sobre la seguridad de los aeropuertos urbanos. El informe resultante, Airports and Their Neighbors (“Aeropuertos y sus vecinos”) introdujo conceptos innovadores sobre zonificación, control de ruido y diseño de infraestructuras aeroportuarias adaptadas a los grandes aviones de la era moderna.

Su prestigio científico también lo llevó al ámbito académico. Fue miembro vitalicio del consejo de administración del MIT, un reconocimiento excepcional que mantuvo durante cuatro décadas. En 1954, el presidente Eisenhower le encargó la redacción de un informe secreto sobre el funcionamiento de las operaciones encubiertas de la CIA. Algunas de las recomendaciones del llamado Doolittle Report, 1954 promovieron medidas que llevaron a la construcción del avión espía U-2 pero, en general, fueron ignoradas por el director Allen Dulles.

Entre 1956 y 1958 presidió el Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica (NACA), organismo antecesor de la NASA. Impulsó la creación del Comité Especial de Tecnología Espacial, junto con figuras como Wernher von Braun y otros expertos que sentarían las bases del programa espacial estadounidense. Se le ofreció dirigir la NASA cuando esta se constituyó en 1958, pero declinó el cargo. Aun así, contribuyó decisivamente a la transición de NACA a NASA y a sentar las bases científicas de la era espacial. En 1959, se retiró oficialmente del servicio en la reserva, aunque siguió vinculado al sector aeroespacial como presidente del consejo de Space Technology Laboratories (TRW).

En el plano personal, los Doolittle también enfrentaron una tragedia profunda: en 1958, perdieron a su hijo mayor, James Jr., quien se quitó la vida a los 38 años. En aquel momento, ostentaba el rango de comandante y estaba al mando del 524.º Escuadrón de Cazas-Bombarderos, pilotando el entonces avanzado F-101 Voodoo.

Para sobrellevar el dolor, Jimmy se volcó aún más en su trabajo. Para él, la aviación no era simplemente una herramienta militar, sino la vanguardia del progreso humano. Fue uno de los primeros en comprender que la supremacía aérea no podía mantenerse sin una sólida base tecnológica, y que esta solo se lograba mediante la investigación, la educación y una visión estratégica a largo plazo. Su doctorado en aeronáutica por el MIT —recordemos que fue el primero, una rareza en su tiempo— le confería una autoridad poco común en cuestiones técnicas y científicas.

A lo largo de su vida recibió incontables galardones, entre ellos la Medalla de Honor, la Medalla Presidencial de la Libertad, múltiples condecoraciones extranjeras y varios doctorados honoris causa. En 1985, con 88 años, recibió de manos del presidente Ronald Reagan el rango honorario de general de cuatro estrellas. Fue un gesto profundamente simbólico: la consagración oficial de una trayectoria que había dejado una huella mucho más allá del ámbito militar.

En sus últimos años llevó una vida discreta, pero nunca desconectada. Seguía con atención los avances de la aviación, mantenía correspondencia con científicos y oficiales, y se reunía con los supervivientes del célebre Doolittle Raid, “sus chicos”, con quienes compartía una amistad forjada en el peligro y la historia. Rehuía el sensacionalismo y la mitificación personal. Para él, el heroísmo era algo funcional, que debía justificarse con hechos diarios.

Falleció el 27 de septiembre de 1993, a los 96 años, en Pebble Beach, California. Su muerte fue sentida como el fin de una época. El país lo despidió con honores de Estado, y fue enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington, junto a su esposa Josephine, su inseparable Joe, con quien compartió más de setenta años de vida. Con él se fue uno de los últimos gigantes de un siglo que él mismo ayudó a modelar desde el cielo.

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El reloj de Doolittle

Quisiera comenzar agradeciendo la inestimable colaboración de Emma Quedzuweit, Chris Rose y, muy especialmente, de Larry Kelley, quien no solo respondió con amabilidad y paciencia a mis correos, sino que además compartió con gran generosidad una abundante cantidad de información y valiosas anécdotas.

Durante un tiempo, hubo cierto debate entre aficionados a los relojes y la historia de la Segunda Guerra Mundial sobre qué reloj utilizó Jimmy Doolittle durante su acción de guerra más famosa. Se analizaban fotografías y fragmentos de viejos noticiarios en un intento de extraer algo claro de imágenes borrosas.

Se mencionaban varios posibles candidatos, que iban desde el conocido Weems “second-setting” hasta el popular A-11. También se citaba a Ted W. Lawson, quien, en su famosa crónica sobre la misión, menciona un momento en China en el que recordó los relojes que había perdido.

“(…) I thought about the watches again—the Elgin my mother had given me when I graduated from high school and the navigator’s hack watch with the sweep second hand.”

Lawson, Ted W. Thirty Seconds Over Tokyo. New York: Random House, 1943.
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Volví a pensar en los relojes: el Elgin que mi madre me había regalado cuando me gradué en el instituto y el…

navigator’s hack watch: reloj de navegante con parada de segundero.

with the sweep second hand: literalmente “con segundero de barrido”. Actualmente, este término suele emplearse para referirse a segunderos en calibres que laten a una frecuencia de 28.800 alternancias por hora (4 Hz) o superior. Sin embargo, en la época en que se escribió el texto, parece que simplemente aludía a un segundero central.

Teniendo en cuenta el contexto histórico, todo parece indicar que Lawson se refería a un A-11, un modelo producido en grandes cantidades bajo especificaciones militares (MIL-SPEC) por fabricantes como Elgin, Bulova y Waltham Watch Co., entre otros. Este modelo incluía función de parada de segundero y se volvió tan popular e icónico que se ganó el apodo de “el reloj que ganó la guerra”.

La especificación original, 94-27834 Watch; Navigation, Type A-11A (Hack), fue propuesta en 1938 y aprobada en 1940. A lo largo de los años, se le asignaron sucesivas revisiones con una letra final:

  • 94-27834 – aprobada el 6 de junio de 1940
  • 94-27834-A – aprobada el 10 de septiembre de 1940
  • 94-27834-B – aprobada el 2 de noviembre de 1942
  • 94-27834-C – aprobada el 29 de septiembre de 1944
  • 94-27834-D – aprobada el 16 de junio de 1945

Las más relevantes para el caso que nos ocupa serían las dos primeras. Para más detalles, incluyo una imagen de la página correspondiente del libro de Zaf Basha, Vintage Military Wristwatches: A Guide for the Collector. Self‑published, August 12, 2023.

Por su denominación, quizás deberían incluirse también algunos modelos de A-11 que incorporaban un bisel tipo Weems para ajuste de segundo, aunque, como veremos, esto resulta irrelevante para el propósito que aquí nos ocupa.

A pesar de todos los esfuerzos y teorías —interesantes, sin duda—, no se logró alcanzar una conclusión con absoluta certeza. Lo más curioso de todo esto es que no hacía falta: el propio Jimmy Doolittle se encargó de dejar la respuesta para la posteridad. El reloj que utilizó durante el famoso Doolittle Raid no fue otro que un Longines Lindbergh Hour Angle, concretamente este Longines Lindbergh Hour Angle.

Pero antes de relatar la historia del reloj de Doolittle, veamos brevemente cómo se originó este peculiar modelo.

En los inicios de la aviación, la navegación aérea era aún bastante rudimentaria. En esencia, no difería mucho de la navegación terrestre: se trazaba una ruta sobre el mapa, se identificaban puntos característicos del terreno y se avanzaba de un lugar a otro mediante observación visual y el uso de instrumentos básicos como la brújula, el cronógrafo o más adelante también el derivómetro. Este método, basado en la observación y la navegación a estima (dead reckoning), podía funcionar relativamente bien en zonas con referencias visibles y fáciles de reconocer. Sin embargo, presentaba serias dificultades en entornos homogéneos —como llanuras infinitas, selvas densas, desiertos monótonos, regiones polares o, peor aún, sobre el océano— donde no había puntos de referencia claros. A ello se sumaban los posibles errores de los instrumentos, del piloto o del propio cálculo de la deriva.

Con la mejora progresiva de las aeronaves y el aumento de las distancias a cubrir, se hizo evidente la necesidad de técnicas más precisas. La solución lógica fue recurrir a métodos heredados de la navegación marítima, entre ellos la navegación astronómica. No obstante, los aeronautas del siglo XIX ya habían comprobado que los sextantes navales tradicionales no eran adecuados para su uso en aeronaves: el horizonte visual sobre el mar, base de referencia para medir ángulos celestes, no era utilizable en el aire. Esta limitación no era nueva: ya los exploradores marítimos y cartógrafos se habían enfrentado al mismo problema cuando el horizonte no era visible, y la solución consistía en crear sextantes con horizonte artificial.

Se desarrollaron instrumentos con horizonte artificial de mercurio, pero resultaban difíciles de utilizar en embarcaciones debido al constante cabeceo y balanceo. En 1915, la Armada de los Estados Unidos experimentó con un sextante equipado con un horizonte de péndulo, pero este también resultó ineficaz para aeronaves. Sin embargo, se sugirió que un horizonte artificial estabilizado mediante giroscopio podría ser una alternativa viable. En 1919, a propuesta del oficial de la Armada de los Estados Unidos Richard E. Byrd, se introdujeron los sextantes con nivel de burbuja, que ofrecían una solución más práctica tanto para barcos como para aeronaves.

Ese mismo año, en junio, los británicos John Alcock y Arthur Brown realizaron la primera travesía aérea sin escalas del Atlántico Norte, desde San Juan, Terranova (Canadá) hasta Clifden, Connemara, condado de Galway (Irlanda). Durante el vuelo, el navegante Brown se vio obligado a utilizar el sextante en varias ocasiones, especialmente al perder la visibilidad sobre bancos de niebla, lo que evidenció la importancia de contar con instrumentos fiables para la navegación astronómica.

Un momento clave en el desarrollo de esta disciplina se produjo en 1922, con la primera travesía aérea del Atlántico Sur. Entre el 30 de marzo y el 17 de junio, los aviadores portugueses Carlos Viegas Gago Coutinho y Artur de Sacadura Freire Cabral completaron un vuelo histórico a pesar de múltiples contratiempos mecánicos. Coutinho, oficial de la Armada portuguesa con amplia experiencia en navegación por todo el mundo, utilizó un sextante de su propia invención equipado con un horizonte artificial generado con la ayuda de una burbuja de agua, al que denominó sextante de precisión. Posteriormente, se le incorporó iluminación para permitir su uso nocturno. Además, junto con Cabral, desarrolló el corrector de trayectoria, un dispositivo que permitía determinar el ángulo entre el eje longitudinal del avión y su rumbo efectivo, en función del viento. Ambos instrumentos fueron probados con éxito en un vuelo de Lisboa a Madeira en 1921, antes de emprender la travesía del Atlántico Sur al año siguiente. Aunque las técnicas desarrolladas deberían haber supuesto un gran avance en la navegación aérea, su adopción fue sorprendentemente lenta.

En 1925, la fragilidad de los métodos de navegación aérea quedó dramáticamente expuesta durante el intento del comandante John Rodgers de volar desde California hasta Hawái. La travesía, inicialmente planeada para un grupo de tres hidroaviones, se redujo pronto a uno solo: un aparato de nuevo diseño no estuvo listo a tiempo y el segundo sufrió un fallo de motor cinco horas después del despegue. Aunque la tripulación del PN-9 llevaba sextantes, no confiaban en sus mediciones y optaron por la navegación radioeléctrica, guiándose mediante señales transmitidas por barcos de apoyo. Sin embargo, los radiogoniómetros eran aún imprecisos, y los errores técnicos y humanos provocaron que perdieran el rumbo. Al quedarse sin combustible, el avión tuvo que amerizar en mitad del océano, a cientos de millas de su destino. Sorprendentemente, la tripulación logró navegar durante diez días sobre el agua, avanzando casi 640 kilómetros hasta situarse a tan solo 24 kilómetros de la bahía de Nawiliwili, en Kauai, donde finalmente fueron encontrados por el submarino USS R-4 tras una operación de búsqueda de la Armada estadounidense. Todo esto sucedía al tiempo que se producía la catástrofe del dirigible USS Shenandoah, lo que, como vimos más arriba, motivó la dura protesta pública del general Billy Mitchell.

Un año más tarde, en 1926, España realizó su propia contribución a la navegación aérea con el vuelo del Plus Ultra. El comandante Ramón Franco, junto a los capitanes Julio Ruiz de Alda, Juan Manuel Durán y el mecánico Pablo Rada, voló desde Palos de la Frontera (Huelva) a Buenos Aires atravesando el Atlántico Sur. La ruta incluyó escalas en Las Palmas, Porto Praia, Fernando de Noronha, Recife, Río de Janeiro y Montevideo, hasta aterrizar en la capital argentina el 10 de febrero, 19 días después de su salida.

Aunque Franco llevaba a bordo un sextante de precisión, su uso de la navegación astronómica fue limitado. Su método principal fue la navegación a estima, basada en mantener un rumbo corregido por la deriva del viento, que él calculaba con la ayuda de tablas confeccionadas previamente. Sin embargo, este método tenía sus riesgos. Por fortuna, el Plus Ultra estaba equipado con un radiogoniómetro, operado por Ruiz de Alda, que permitía orientarse gracias a señales de radio. Sin ese aparato, es muy probable que el vuelo no hubiera tenido el mismo desenlace exitoso.

La importancia que había tenido ese instrumento quedó aún más de manifiesto unos años después, cuando el propio Ramón Franco intentó llegar a Norteamérica volando desde España. En esta ocasión, trataba de alcanzar las islas Azores, pero al no llevar radiogoniómetro y no saber utilizar correctamente el sextante de precisión, se perdió en medio del océano. Agotado el combustible, tuvo que amerizar y pasar varios días a la deriva con su tripulación, hasta que finalmente fueron rescatados por el portaaviones británico Eagle.

En 1927, Charles A. Lindbergh cruzó el Atlántico Norte desde Nueva York hasta París a los mandos de su Spirit of St. Louis. Lo hizo utilizando brújulas, cronómetros y derivómetros, pero sin recurrir a la navegación astronómica. Fue, sin duda, una hazaña histórica, aunque también puso de relieve que Lindbergh era un piloto excepcional que dominaba con maestría los métodos tradicionales de la aviación, pero no tanto un navegante competente.

Esta limitación quedó aún más clara al año siguiente, cuando, volando nuevamente en el Spirit of St. Louis, se desorientó en pleno vuelo nocturno entre La Habana y la costa suroeste de Florida. El incidente ocurrió en mitad de la noche y fue lo bastante grave como para que Lindbergh lo recordara años más tarde en su autobiografía Autobiography of Values.

Over the Straits of Florida my magnetic compass rotated without stopping (…) I had no notion whether I was flying north, south, east, or west. A few stars directly overhead were dimly visible through haze, but they formed no constellation I could recognize. I started climbing toward the clear sky that had to exist somewhere above me. If I could see Polaris, that northern point of light, I could navigate by it with reasonable accuracy. But haze thickened as my altitude increased (…)

Nothing on my map of Florida corresponded with the earth’s features I had seen (…) where could I be? I unfolded my hydrographic chart—not Florida, not Cuba. Then I must be over the Bahamas. That would mean I had flown at almost a right angle to my proper heading, and it would put me close to three hundred miles off route!

Lindbergh, Charles A. Autobiography of Values. Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1978.
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Sobre el estrecho de Florida, mi brújula magnética giraba sin parar (…) No tenía ni idea de si volaba hacia el norte, el sur, el este o el oeste. A través de la bruma se veían tenuemente algunas estrellas, pero no formaban ninguna constelación que pudiera reconocer. Empecé a ascender hacia el cielo despejado que tenía que existir en algún lugar por encima de mí. Si pudiera ver la Estrella Polar, ese punto luminoso del norte, podría orientarme por él con una precisión razonable. Pero la bruma se espesaba a medida que aumentaba mi altitud (…)

Nada en mi mapa de Florida se correspondía con los accidentes terrestres que había visto (…) ¿dónde podía estar? Desplegué mi carta hidrográfica: ni Florida, ni Cuba. Entonces debía de estar sobre las Bahamas. Eso significaba que había volado casi en ángulo recto con respecto a mi rumbo correcto, ¡y que me había desviado casi trescientas millas de mi ruta!

De haberse producido ese error de navegación nueve meses antes, en mitad del Atlántico, es muy probable que el nombre “Lindbergh” se hubiera perdido en las brumas del Atlántico y de la historia. Sin embargo, aquel tropiezo en el Caribe resultó ser un punto de inflexión: no solo cambió la percepción del propio Lindbergh sobre la importancia de una buena navegación, sino que también impulsó avances fundamentales para todos los aviadores. Poco después, el ya célebre piloto tendría como tutor a un oficial de la Armada, y de esa colaboración nacería una nueva era en la navegación aérea.

Philip Van Horn Weems gozaba ya de una sólida reputación en el ámbito de la navegación cuando, durante las décadas de 1920 y 1930, se convirtió en una figura clave en el desarrollo de la llamada “avigation”, término empleado entonces para diferenciar la navegación aérea de la marítima. Aunque sus ideas innovadoras solían chocar con la mentalidad conservadora de sus superiores en la Marina, Weems se mantuvo firme en su empeño por perfeccionar los métodos de navegación aérea, convencido de que el futuro de la aviación dependía en buena medida de resolver ese desafío técnico.

Su interés por la navegación aérea surgió en 1919, mientras prestaba apoyo en la histórica travesía del Atlántico por parte del hidroavión NC-4. Años después, tras el accidentado vuelo polar de Roald Amundsen en 1925 —en el que la tripulación estuvo a punto de perderse tras un aterrizaje forzoso—, el explorador Lincoln Ellsworth empezó a buscar soluciones concretas para mejorar la navegación en vuelos de largo alcance. Por entonces, Weems era instructor en la Academia Naval de Annapolis. Aunque no era piloto, le fascinaba el reto intelectual de adaptar la navegación astronómica al entorno dinámico y cambiante del vuelo. Sin embargo, sus superiores rechazaron su propuesta de financiación para desarrollar un sistema simplificado, considerando innecesaria su iniciativa.

No todos compartían esa opinión. Ellsworth quedó tan impresionado por las ideas de Weems que decidió apoyarle económicamente. Así nació, en 1927, la Weems School of Navigation, fundada por él y su esposa. Su prestigio creció rápidamente y, tras su colaboración con Lindbergh, se convirtió en tutor de algunas de las grandes figuras de la aviación que buscaban dominar sus técnicas para afrontar con mayor seguridad los vuelos de larga distancia. Entre quienes recurrieron a él se encontraban Richard E. Byrd, Harold Gatty —quien acabaría convirtiéndose en instructor de su escuela y enseñaría el método a la propia esposa de Lindbergh—, Howard Hughes y Amy Johnson. Su influencia no se limitó solo a los pioneros; también formó a numerosos navegantes de las incipientes aerolíneas comerciales, contribuyendo así de forma decisiva a profesionalizar la navegación aérea.

Su obra Air Navigation (1931) fue especialmente influyente, y mereció la medalla de oro del Aero Club de Francia. A medida que los aviones evolucionaban y las distancias a cubrir se ampliaban, Weems perfeccionó también sus herramientas y métodos. Véase el nivel técnico alcanzado que se muestra en este anuncio de 1942, su sistema de navegación es un conjunto integrado de instrumentos y procedimientos, una versión analógica del GPS moderno. Nótese la presencia del reloj.

En cualquier caso, fue en abril de 1928 cuando Charles Lindbergh, durante una visita al portaaviones USS Langley para observar las operaciones aéreas a bordo, coincidió con aquel entusiasta capitán de corbeta de la Marina, P. V. H. Weems, que estaba realizando experimentos de navegación aplicados a la aviación embarcada. Weems aprovechó la ocasión para mostrar a Lindbergh algunos de los dispositivos en los que estaba trabajando. Entre ellos destacaban un sextante con burbuja, que estaba ayudando a perfeccionar en colaboración con el National Bureau of Standards, y un prototipo de reloj con ajuste de segundo (second-setting ) —el primero realmente diseñado para aviadores— que podía sincronizarse con precisión exacta al segundo.

Hasta entonces, los cronómetros utilizados en navegación solo podían ajustarse al minuto, algo que en el siglo XIX podía aceptarse para los marinos, quienes a menudo pasaban semanas sin posibilidad de corrección. Pero en el contexto del siglo XX, con vuelos de larga distancia y transmisiones horarias por radio disponibles, aquel margen de error resultaba inaceptable. Una desviación de apenas 30 segundos en el reloj podía suponer un error de cálculo de posición de hasta siete millas, lo cual hacía de la innovación de Weems una mejora fundamental para la navegación aérea.

El nuevo reloj con función de ajuste de segundo ganó rápidamente popularidad. Longines produjo versiones específicas para la Academia Naval de Annapolis e, irónicamente, también vendió a la marina japonesa, a través de su distribuidor estadounidense Wittnauer, en los años inmediatamente anteriores al ataque a Pearl Harbor. La idea se aplicó en dos variantes: una con un dial ajustable interno y otra con un bisel exterior.

La idea era simple. Cuando sonaba la marca horaria (los conocidos “pips”, hablamos de ellos y de la sincronización de relojes en otro hilo) se utilizaba el dial interior o el bisel (según modelo) para seguir la manecilla y dejar el 60 fijado en el punto en el que había sonado el último “pip”. De esa forma se disponía de una nueva escala de segundos sincronizada con la señal horaria de la radio.

Impresionado por la claridad de ideas y la utilidad de los instrumentos desarrollados por Weems, Lindbergh llegó a solicitar a la Casa Blanca que se le asignara como instructor personal en navegación. A pesar de la reticencia de sus superiores, Weems obtuvo un permiso temporal para asumir esa tarea. Durante un mes entero, entrenó intensamente a Lindbergh en las técnicas de navegación astronómica aplicadas al vuelo, utilizando su característico reloj de aviador como una de las herramientas clave.

Interesante artículo publicado en Popular Science Monthly en agosto de 1928. En él se menciona que, utilizando métodos convencionales, obtener la posición podía llevar entre quince minutos y media hora, mientras que con el método simplificado de Weems bastaban apenas cuarenta segundos en una noche despejada o unos dos minutos durante el día.

De aquella colaboración nació una idea que marcaría un hito: Lindbergh propuso el diseño de un reloj capaz de ayudar a calcular la longitud geográfica, lo cual, combinado con la latitud obtenida mediante el sextante, permitiría establecer con precisión las coordenadas de la posición. El concepto se basaba en tres elementos esenciales: la hora GMT recibida por radio, el uso de un almanaque náutico que permitiera conocer la ecuación del tiempo en la fecha concreta de la observación, y el dominio de la relación entre la hora y la longitud. El resultado de ese planteamiento fue el célebre Hour Angle Watch, que también sería producido por Longines y que se convertiría en una herramienta fundamental para la navegación aérea de precisión.

Para no liarnos con meridianos, ángulos, grados y demás, dejo por aquí un video que Longines publicó hace unos años explicando su funcionamiento.

Asimismo, dejo aquí también un artículo con explicaciones y algún ejemplo práctico para quien quiera profundizar más. Incluiré el enlace de un trabajo más extenso (en inglés) en el apartado de referencias y material de ampliación.

El primer reloj Longines Lindbergh Hour Angle se remonta a 1931 y presentaba unas dimensiones generosas, con un diámetro de 47,5 milímetros, un tamaño ideal para relojes de navegación o de aviador. Incorporaba el calibre Longines 18.69 N.S.C., un movimiento mecánico de cuerda manual originalmente diseñado para relojes de bolsillo, como era habitual en los relojes de navegación de la época. La caja estaba realizada en plata esterlina y el dial blanco, con detalles en tono champán, ofrecía una lectura clara y precisa. De esta primera serie se produjeron en torno a 2.000 unidades, fabricadas por Longines y distribuidas en Estados Unidos por Longines-Wittnauer.

En 1938 se lanzó una segunda serie del Lindbergh, manteniendo el diseño de caja pero incorporando el calibre Longines 37.9 N, también de cuerda manual. No obstante, la innovación más destacada por parte de Longines llegó un año antes, en 1937, con la presentación de versiones de menor tamaño. Ese año se fabricó un modelo Weems de tan solo 28 mm de diámetro, y se presentó también el Hour Angle en una variante más compacta: 33 mm de ancho (sin contar la corona), 40,5 mm de longitud entre asas (lug-to-lug) y un paso de correa de 16 mm.

Jeweler’s Circular Keystone(and Horological Review), septiembre de 1937

Popular Photography, diciembre de 1937

Existe cierto debate sobre si estas reducciones de tamaño respondieron al deseo de ofrecer relojes adaptados a la señora Lindbergh y a otras aviadoras de la época. Sin embargo, lo más probable es que se tratara de una estrategia comercial para popularizar el modelo como accesorio de moda. Charles Lindbergh era una figura extremadamente popular, y Longines supo aprovechar ese tirón para atraer también a aficionados a la aviación o al estilo aeronáutico, aunque no fueran necesariamente pilotos. Aun así, el modelo pequeño del Lindbergh no se concibió únicamente como un artículo estético, sino que conservaba su utilidad como instrumento de navegación, pensado para un uso cotidiano.

El llamado “boom Lindbergh” había contribuido notablemente a aumentar el número de licencias de piloto, aviadoras y pasajeros comerciales, en un contexto de recuperación tras la Gran Depresión. Este fenómeno contribuyó a consolidar el atractivo de estos relojes, tanto entre profesionales como entre el público general.

Los modelos más pequeños del Lindbergh Hour Angle utilizaron varios calibres de la casa:

  • 10,68N (1939) o Z
  • 11,68N o Z
  • 12,68N (1939) o ZS

En total se fabricaron cuatro versiones del Hour Angle reducido: tres en acero y una en versión chapada en oro.

Los modelos de acero podían encontrarse con o sin el sistema de bloqueo del bisel (“thumb lock ”) y eran ensamblados por completo en la factoría de Longines en Saint-Imier. Los biseles presentaban una escala esmaltada bicolor (negro y verde o azul) y agujas tipo “feuille ” (hoja) en acero azulado.

En cuanto a la versión chapada en oro, ligeramente más pequeña (32 mm), se fabricaron con cajas y biseles producidos por Keystone Watch Case Company en Riverside, Nueva Jersey, mientras que Longines suministraba los movimientos y las esferas. Esta misma empresa estadounidense fue también la encargada de fabricar las cajas para los modelos Weems de 28 mm, disponibles en acabado cromado, chapado en oro o incluso en oro macizo de 14 quilates.

Casi todos los modelos en acero fueron destinados al mercado estadounidense, y llevaban grabado en el reverso el texto de la patente registrada en Estados Unidos.

The American Horologist, octubre de 1939

New Castle News, 28 de junio de 1940

The Leigh Bachelor, marzo 1941

El reloj de Jimmy Doolittle es de 1939. En la trasera lleva grabado un mensaje sencillo pero emotivo: “Jim from Mother 1939”. Según contó el propio Doolittle, “Mother” no se refería a su madre biológica, sino a su suegra, Margaret J. Daniels (née Travis) que fue quien se lo regaló.

Abro aquí un pequeño paréntesis para contextualizar este detalle. Como se mencionó anteriormente, en 1930 Jimmy Doolittle dejó el Ejército para comenzar a trabajar en Shell, ya que tanto su madre como su suegra estaban enfermas y el sueldo militar no bastaba para sostener a la familia. Su madre falleció ese mismo año, y su suegra, según una esquela publicada en el Los Angeles Times, 2 de enero, 1932, habría fallecido el 31 de diciembre de 1931.

Sin embargo, ni las biografías publicadas ni los propios nietos parecen tener certeza sobre la fecha exacta, ni cuentan con documentación oficial que la confirme. Por nuestra parte, nos limitamos a aceptar la versión ofrecida por el propio general.

El reloj, recibido en diciembre de 1939, fue el que llevó durante la famosa incursión sobre Tokio. Al parecer, cuando volvió de China solo tuvo que cambiarle la correa, ya que la original había quedado destrozada. Años después, su hijo, James Jr., también lo usó. Pero tras el trágico suicidio de este, Doolittle recuperó el reloj, que ahora tenía aún más carga simbólica y emocional.

En julio de 1976, con motivo de la inauguración del nuevo edificio del National Air and Space Museum en el National Mall de Washington D. C., el presidente Gerald Ford ofreció una recepción oficial. Al acto asistieron algunas de las figuras más destacadas de la aviación estadounidense, entre ellas el general Doolittle. Ese mismo día, el presidente pidió a su director de comunicaciones y redactor de discursos, Don “Penny” Schneider, que ayudara a Doolittle a preparar una intervención para la Air Force Association. Durante esa colaboración, ambos descubrieron que vivían a solo tres calles de distancia en California. Así comenzó una estrecha amistad que se prolongaría durante diecisiete años, hasta la muerte del general en 1993.

Durante ese tiempo, Don Penny no solo lo asistió con sus discursos, sino que también colaboró en la gestión de una inmensa correspondencia. Doolittle respondía personalmente a todas las cartas que recibía, y Schneider se convirtió en su mano derecha en esa labor. Su relación fue tan profunda que, según contaría más tarde Susan Insley —esposa de Don y destacada abogada del mundo corporativo—, jamás había visto a dos hombres desarrollar un vínculo de respeto y afecto tan sólido.

En su momento, el prestigioso Smithsonian Institution pidió al general Doolittle que donara algunos objetos personales, como ya había hecho con otras piezas históricas —incluidos relojes mencionados a lo largo del hilo— o el famoso mantel bordado con más de medio millar de firmas recogidas por su esposa Joe. Sin embargo, Doolittle quedó profundamente decepcionado al descubrir que, tras fotografiarlo y catalogarlo, el museo había guardado el mantel en una caja de archivo, fuera del alcance del público.

Ese gesto bastó para que se negara a entregar el reloj que había llevado durante la incursión sobre Tokio. No quería que corriera la misma suerte: el olvido de una vitrina cerrada.

En 1992, ya con la salud muy deteriorada, Doolittle citó a Don en el pequeño apartamento que su hijo John le había habilitado en su casa de Pebble Beach. Abrió un cajón del escritorio, sacó el reloj y se lo entregó con una sola pregunta:

—Don, tú coleccionas buenos relojes, ¿verdad?

Tras recibir una respuesta afirmativa, se lo puso en las manos con unas instrucciones muy claras:

—Úsalo para mantener viva la memoria de mis chicos. No lo lleves nunca a un museo; acabarán guardándolo en una caja donde nadie podrá verlo jamás. Y cuando llegue el momento, encuentra al siguiente custodio que acepte esta misma responsabilidad.

Don Penny cumplió fielmente aquel encargo durante más de tres décadas. Hombre polifacético —veterano de la Guerra de Corea, actor de televisión y comediante—, fue también asesor de grandes empresarios, políticos, actores e incluso miembros de la realeza. Escribió discursos y chistes para presidentes, desde Gerald Ford hasta Barack Obama, y también para senadores y congresistas, entre ellos Joe Biden en su etapa en el Senado. Ejerció además como coach de oratoria para figuras del más alto nivel. Sin embargo, entre todos sus objetos personales, el reloj del general Doolittle ocupó siempre un lugar especial.

Hasta entonces, el reloj había vivido bastante alejado del foco público. Solo se había mencionado brevemente en algún artículo, casi de pasada, y los aficionados a los relojes y la historia apenas sabían de su existencia.

Paralelamente, en 1997, Larry Kelley adquirió un bombardero B-25J Mitchell de la Segunda Guerra Mundial.

Desde 1998 comenzó a colaborar activamente con los Doolittle Tokyo Raiders. En 2019 fue nombrado “Raider Honorario” y en 2023 asumió el cargo de gerente de negocios de la Doolittle Tokyo Raiders Association, Inc., creada por los propios Raiders como su organización oficial. Con el paso del tiempo, y al quedar con vida un solo Raider, este había integrado a Tom Casey —su gerente durante más de tres décadas— como presidente de la asociación, y a Kelley como miembro de la junta y gerente de negocios.

Kelley —que también es el fundador y director ejecutivo del Delaware Aviation Museum Foundation— ha sido el principal organizador de las mayores concentraciones de bombarderos B-25 operativos en homenaje a los Raiders: doce aviones en el 60º aniversario, diecisiete en el 68º y hasta veinte en el 70º, celebrado en el National Museum of the United States Air Force.

En 2014, Don conoció a Larry Kelley durante un evento en el aeropuerto de Sarasota, Florida, donde Kelley participaba junto a Tom Casey y Dick Cole —copiloto de Doolittle y en aquel momento uno de los últimos Raiders vivos—. Kelley volaba su B-25 hasta allí para ofrecer vuelos con Cole a bordo, acompañado por cinco pasajeros. Lo recaudado iba destinado al fondo de becas James H. Doolittle. Era una experiencia única: volar en un B-25 junto a uno de los protagonistas originales del raid sobre Tokio. Don Penny quedó impresionado por la dedicación de Kelley y su conexión con el legado de los Raiders. Desde ese encuentro, Don y su esposa Susan se convirtieron en amigos cercanos de Kelley, acompañándolo a numerosos actos conmemorativos, incluida la entrega de la Medalla de Oro del Congreso a los dos últimos supervivientes de la unidad, en la base aérea Wright-Patterson.

Con el paso del tiempo, Don y Susan llegaron a la conclusión de que Larry Kelley era la persona idónea para continuar con la custodia del reloj. En noviembre de 2023, durante una de sus frecuentes visitas, le comunicaron su decisión y le entregaron el reloj, acompañado del mismo compromiso que Doolittle había transmitido décadas atrás. Don Penny fallecería al año siguiente.

Tras recibir el reloj y toda la documentación que acreditaba su procedencia, Kelley contactó con la casa Longines para verificar el número de serie del movimiento. Una vez abierta la caja y cotejada la información, Longines confirmó que el reloj fue vendido el 14 de diciembre de 1939.

Fue entonces cuando el reloj comenzó a recibir algo más de atención. Emma Quedzuweit escribió un artículo para AOPA, con fotografías de Chris Rose, y gracias a ese trabajo su historia empezó a conocerse. Ese mismo artículo fue el que motivó la elaboración de todo este hilo, llevándome a contactar con Emma, Chris y Larry para conseguir las fotografías que acompañan esta sección. A los tres, de nuevo, mi más sincero agradecimiento.

Lejos de guardarlo como una simple pieza de colección, Kelley ha mantenido viva su función simbólica. En cumplimiento del encargo recibido, el reloj no está guardado, sino que viaja con él y se comparte. Desde hace más de veinte años, Kelley colabora con la U.S. Naval Test Pilot School, en la base aérea de Patuxent River, donde su B-25 forma parte del programa de formación como aeronave histórica. En uno de los gestos más emotivos de esta colaboración, permite que los alumnos —futuros pilotos de prueba de élite— lleven el reloj de Doolittle durante los vuelos como forma de rendir homenaje a la historia que representa.

Sin embargo, en noviembre del año pasado, uno de los estudiantes enganchó accidentalmente la corona que acciona el dial interior al quitarse el reloj, y esta se desprendió. La pieza pudo recuperarse, y Kelley la llevó a un maestro relojero, quien diagnosticó que la tija estaba corroída por el paso del tiempo. Actualmente, un artesano especializado en la fabricación de componentes para relojes antiguos está elaborando una nueva pieza a medida. Una vez completada, el reloj será reparado definitivamente.

Mientras tanto, Larry Kelley continúa con la misión que heredó de Don Penny y del “Gran Jimmy Doolittle”: preservar no solo un objeto, sino la memoria viva de los hombres que protagonizaron uno de los capítulos más audaces de la historia de la aviación. Este reloj, más allá de su valor como instrumento de precisión, es un eslabón concreto en la cadena de memoria de una de las gestas más emblemáticas del siglo XX. Un testimonio vivo y tangible de historia, coraje y lealtad entre generaciones.

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Epílogo: Un homenaje moderno — Ball Engineer Master II Doolittle Raiders

Desde muy temprano, Doolittle y “sus chicos” organizaron reuniones anuales para conmemorar la hazaña que habían llevado a cabo aquel 18 de abril de 1942. Pero, más importante aún, lo hacían para recordar a quienes ya no estaban.

Con el paso del tiempo, esos encuentros crecieron tanto en complejidad como en número de asistentes. En el 25.º aniversario, por ejemplo, se contó con la participación del USS Oriskany (CVA-34) y una exhibición aérea a cargo de su escuadrón de combate. Para el 50.º aniversario, se organizó incluso el despegue real de dos B-25 desde la cubierta del USS Ranger (CV-61), el mismo portaaviones, por cierto, en el que se filmaron algunas escenas de Top Gun (1986).

Más adelante llegarían los años de mayores concentraciones de B-25 en vuelo. Poco a poco, los Raiders fueron marchándose a surcar otros cielos, pero el legado y el espíritu de aquellos hombres —y sobre todo, de su líder— seguían vivos.

El 15 de abril de 2015, se les concedió la Medalla de Oro del Congreso. Solo quedaban dos Raiders con vida para recogerla: David Thatcher y Richard Cole.

El 9 de abril de 2019, el teniente coronel Richard E. Cole, a los 103 años, daba por finalizado su servicio. Era ya el último Raider.

En 2022, para conmemorar el 80.º aniversario del ataque de Doolittle, la firma Ball presentó la colección Engineer Master II Doolittle Raiders, una edición limitada compuesta por tres relojes: dos modelos automáticos (en 40mm y 45mm) y uno de remonte manual (46mm), cada uno producido en una serie de 999 unidades.

Aunque oficialmente formaban parte de la línea Engineer II, estos modelos mostraban una estética más cercana a la serie Engineer III Marvelight. Destacaban por su corona tipo cebolla (según la marca, aunque como señala el compañero @psicoac, en realidad se trata de una corona diamantada) y por incorporar en la esfera dos elementos distintivos: el emblema de los Doolittle Raiders —ubicado a las 9 en los modelos automáticos y a las 3 en el de cuerda manual— y la Insignia de Piloto a las 6, acompañada justo encima por el número individual de la edición limitada.

Los elementos que componen el escudo de los Raiders representan a las tripulaciones que participaron en el raid sobre Tokio. Las siete cruces de Malta proceden del estandarte del 17º Grupo de Bombarderos, del que se seleccionaron tres de los escuadrones: el 34º Escuadrón, representado por el Pájaro del Trueno; el 95º Escuadrón, representado por la mula coceando; y el 37º Escuadrón, representado por la cabeza de tigre. El casco alado representa al 89º Escuadrón de Reconocimiento.

Arriba, un bombardero Mitchell B-25 asciende hacia el cielo; debajo, un lema memorable simboliza el valor y el espíritu de aquellos hombres: «Siempre en peligro».

El modelo de 40mm contaba con una fantástica trasera que reproducía una de las imágenes de la Medalla de Oro del Congreso,

(lo de “Tom & Jenny” solo se utilizaba como ejemplo para ilustrar la posibilidad de personalizar el reloj con un grabado; los modelos no incluían ninguna inscripción por defecto)

mientras que los de 45mm y 46mm tenían que conformarse con una, más bien sosa, trasera vista.

Por último, en la caja de presentación se incluía una reproducción a escala 1/72 del B-25B bautizado como Hari Kari-er.

https://shop.ballwatch.ch/en/doolittleraiders

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Referencias y materiales de ampliación

Doolittle Raid - B-25B Mitchell bomber taking off from USS Hornet CV-8, 18 April 1942. The first air raid to strike the Japanese home islands.

La pieza musical que abre el hilo forma parte de la obra The Pacific War Suite (2010), del compositor Justin R. Durban. Se puede escuchar completa, entre otras plataformas, en su canal de Youtube.

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La mayoría de los relojes propiedad de Jimmy Doolittle mostrados, excepto cuando se indica lo contrario, forman parte del fondo del Museo Nacional del Aire y el Espacio (National Air and Space Museum) del Smithsonian de los Estados Unidos.

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Las imágenes del “Longines Harmon Trophy 1929” se obtuvieron del catálogo de una casa de subastas.

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Sobre los pioneros de la navegación aeronáutica, un par de lecturas interesantes, la “biblia” estadounidense de la época sobre el tema, un trabajo sobre cómo usar el Lindbergh Hour-Angle Watch, y un par de referencias bastante completas sobre las primeras versiones:

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Sobre el general Doolittle, se puede empezar por su autobiografía. Incluyo también los trabajos que sirvieron de base para su máster y su doctorado.

  • Doolittle, James H., and Carroll V. Glines. I Could Never Be So Lucky Again: An Autobiography. New York: Random House, 1991.

  • Doolittle, James H. Accelerations in Flight. Cambridge, MA: MIT, 1925a.
    ———. The Effect of the Wind Velocity Gradient on Airplane Performance. Cambridge, MA: MIT, 1925b.

  • Thomas, Lowell, and Edward Jablonski. Doolittle: A Biography. New York: Doubleday, 1976.

  • Hoppes, Jonna Doolittle. Calculated Risk: The Extraordinary Life of Jimmy Doolittle, Aviation Pioneer and World War II Hero; A Memoir. Santa Monica, CA: Santa Monica Press, 2005; reprint 2015.

Como ejemplo de una de sus hazañas de entreguerras, se puede visitar una web que cubre ampliamente la carrera del Trofeo Thompson de 1932 y el vuelo del Gee Bee R1:

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Sobre el Doolittle Raid o la Incursión de Doolittle, se pueden encontrar innumerables artículos, libros y documentales. Por citar algunos, empezando por la obra que da título a este hilo,

  • Lawson, Ted W. Thirty Seconds Over Tokyo. New York: Random House, 1943. [existe una traducción al español, Treinta segundos sobre Tokio. Traducción de Eloy Lorenzo Rebora. Buenos Aires: Ed. Ayacucho, 1945]

  • Glines, C. V. Doolittle’s Tokyo Raiders. Garden City, NY: Doubleday, 1964.

  • Glines, C. V. The Doolittle Raid: America’s Daring First Strike Against Japan. New York: Orion Books, 1988.

  • Nelson, Craig. The First Heroes: The Extraordinary Story of the Doolittle Raid – America’s First World War II Victory. New York: Viking, 2003.

  • Chun, Clayton K. S. The Doolittle Raid 1942: America’s First Strike Back at Japan. Oxford: Osprey Publishing, 2006. [Existe traducción al español, Bombas sobre Tokio: Estados Unidos contraataca. Traducción de José F. Martín Martín. Barcelona: RBA Coleccionables / Osprey Publishing, 2008.]

  • Scott, James M. Target Tokyo: Jimmy Doolittle and the Raid That Avenged Pearl Harbor. New York: W. W. Norton & Company, 2015.

  • Paradis, Michel. Last Mission to Tokyo: The Extraordinary Story of the Doolittle Raiders and Their Final Fight for Justice. New York: Simon & Schuster, 2020.

  • Hampton, Dan. Vanishing Act: The Enduring Mystery Behind the Legendary Doolittle Raid over Tokyo. New York: William Morrow, 2024.

También está disponible una obra sobre el copiloto de Doolittle:

  • Okerstrom, Dennis R. Dick Cole’s War: Doolittle Raider, Hump Pilot, Air Commando. Columbia, MO: University of Missouri Press, 2015.

Por último, una novedad que aparecerá en noviembre:

  • White, Thomas R. Doolittle Raid Doctor: A Firsthand Account of Bombing Tokyo and Escaping Occupied China from Flight Surgeon “Doc” White. Atglen, PA: Schiffer Publishing Ltd., 2025.

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Resulta de consulta imprescindible la web The Doolittle Raid, mantenida por Geert Rottiers, quien también publicará un libro en breve,

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La Incursión de Doolittle ha aparecido en varias películas, bien de manera directa o indirecta. En tiempos más recientes se puede citar Pearl Harbor (2001) o Midway (2019), pero llevados por la ficción dramática y la épica se cometían errores de bulto (como mostrar el ataque en formación, bombardeo mucho más intenso y efectivo de lo que en realidad fue, etc.). Más interesante quizás es la película estrenada todavía en guerra y que adaptaba el libro de uno de los participantes en el ataque, Thirty Seconds Over Tokyo (1944). Imágenes de esta película se usarían años después en el film Midway (1976) y en la serie de TV, War and Remembrance (1988).

El año anterior se había estrenado también Destination Tokyo (1943), cuya narrativa abordaba indirectamente el tema al relatar las aventuras del ficticio submarino USS Copperfin en la bahía de Tokio, donde recopilaba información para preparar la incursión aérea. Aunque en la película Thirty Seconds Over Tokyo (1944) se incluye un comentario incidental sobre un submarino que transmite datos desde la bahía, lo cierto es que la existencia de dicha embarcación no figura en los relatos de los participantes ni en los estudios históricos sobre el ataque.

Otra película de la misma época es The Purple Heart (1944), una dramatización libremente inspirada en el juicio de ocho aviadores estadounidenses capturados por los japoneses tras participar en la Incursión de Doolittle. Aunque la película toma amplias licencias creativas, refleja el clima emocional y propagandístico del momento, presentando a los aviadores como mártires de la causa aliada y reforzando la imagen del enemigo como implacable y cruel. Fue, además, la primera producción cinematográfica en abordar de forma directa el trato que Japón daba a los prisioneros de guerra, y se topó con la oposición del Departamento de Guerra de los Estados Unidos, que temía que este tipo de filmes provocara represalias por parte del gobierno japonés.

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Anexo: Treinta segundos sobre Cuatro Vientos

El visitante que se acerque al Museo del Aire (Museo de Aeronáutica y Astronáutica; o, en estos tiempos de posmodernidad, Museo del Aire y del Espacio), ubicado en la base aérea de Cuatro Vientos (Madrid), y recorra su exposición exterior, se encontrará con un North American B-25 Mitchell pintado con un esquema de color e insignias españolas que, sin duda, despiertan la curiosidad. Aunque no se trata del avión original, la aeronave expuesta representa al único B-25 que operó alguna vez en territorio español.

El avión auténtico fue un B-25D, con número de serie 41-30338, originalmente perteneciente a la USAAF y transferido posteriormente a la RAF. El 4 de agosto de 1944, durante un vuelo con destino a Argelia —probablemente desde Casablanca—, sufrió una avería en uno de los timones de dirección. La tripulación se vio obligada a realizar un aterrizaje de emergencia en el aeródromo de Nador, situado en el entonces protectorado español de Marruecos.

Tras el aterrizaje, el aparato fue internado por las autoridades españolas y su tripulación repatriada. Dado que la guerra se encontraba en sus fases finales y el avión estaba configurado como transporte VIP sin armamento, la Comisión Aliada de Control no mostró interés en su recuperación. Así, el B-25 permaneció almacenado en los talleres de la Maestranza Aérea de Nador durante varios años.

Finalmente, en junio de 1950, y tras extensas y complejas tareas de reacondicionamiento —pues no se disponía de repuestos—, el avión fue devuelto al servicio activo. Fue destinado a la Escuela Superior de Vuelo, en la base aérea de Matacán (Salamanca), donde sirvió en labores de instrucción hasta ser dado de baja en 1955.

Su historia concluyó con el desguace definitivo en el invierno de 1957.

El avión que se exhibe hoy en Cuatro Vientos en su lugar no es menos interesante. Se trata de un B-25J, con número de serie 44-29121, entregado el 1 de septiembre de 1944. Inicialmente asignado a Muroc Field, en California, cumplió funciones utilitarias en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Posteriormente fue destinado a otras bases californianas —March Field, Porterville Field y Hammer Field—, donde continuó en tareas administrativas.

Tras un breve almacenamiento, fue asignado a Hamilton Army Air Field, base que sería su hogar durante buena parte de su carrera militar. A finales de los años cuarenta, prestó servicio como avión de enlace y entrenamiento para el Cuartel General de la 4.ª Fuerza Aérea y la 78.ª Ala de Caza Interceptora. En 1954 fue reconvertido a la variante TB-25N en Birmingham, Alabama, y regresó a Hamilton, participando también en varios proyectos de investigación de la Fuerza Aérea.

En 1958 fue trasladado a la base aérea de Selfridge, en Michigan, donde finalizó su etapa operativa. En diciembre de ese mismo año fue enviado a la base aérea de Davis-Monthan, en Arizona, para su almacenamiento y retirada oficial del servicio.

En julio de 1959 fue vendido a National Metals Co., en Tucson, Arizona, y registrado civilmente como N86427. Permaneció en esa empresa hasta 1962, cuando fue adquirido por Ralph Johnson, de Compass Aviation Inc., con sede en Richmond, California. Durante este periodo siguió volando hasta 1969.

Un momento destacado de esta etapa fue su participación en el 25.º aniversario del Doolittle Raid, celebrado en octubre de 1967 en la base naval de Alameda, California. Para la ocasión, fue decorado con el 02344, el número del avión pilotado por el mismísimo Jimmy Doolittle en la histórica incursión sobre Tokio.

https://catalog.archives.gov/id/85661

En diciembre de 1969 pasó a formar parte de la colección del American Air Museum, en Oakland, donde permaneció hasta 1976. Ese año fue vendido a Stephen Johnson y Lee Schaller, de Las Vegas, quienes lo mantuvieron en vuelo hasta 1978, nuevamente con la decoración de “Doolittle Raider” para exhibiciones conmemorativas.

En 1978 fue adquirido por Visionair International para su participación en la película Hanover Street (1979). Para cruzar el Atlántico fue modificado con tanques de combustible adicionales y trasladado a Inglaterra, operando desde el aeródromo de Bovingdon. Durante el rodaje se le asignó un número de serie ficticio, 151724, y fue decorado como Brenda’s Boys.

A continuación, participó en otras producciones como Yanks (1979), donde aparecía con el nombre de Miami Clipper,

—un nombre que, curiosamente, llevó realmente un B-17 durante la guerra, integrado en unidades de la 8.ª Fuerza Aérea, cuyo mando, como vimos, también ejerció Jimmy Doolittle—

y Cuba (1979), en la que fue pintado de amarillo a modo de avión contraincendios. Fue durante este último rodaje, en el sur de España, cuando el avión sufrió un incidente: al realizar un vuelo a baja altura, el extremo del ala derecha impactó con un árbol. A pesar del daño, el piloto logró efectuar un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Málaga.

Tras el rodaje, la aeronave fue abandonada y posteriormente incautada por las autoridades aduaneras españolas debido a tasas impagadas.

Finalmente, cuando estaba a punto de ser subastada como chatarra, y tras un proceso de negociaciones, fue cedida al Museo del Aire. Trasladada por carretera hasta un taller en Sevilla, allí se llevó a cabo una restauración completa con vistas a su futura exhibición pública.

Hoy, restaurado y pintado para representar al único B-25 que voló en España, este avión esconde —tras su silencioso reposo en los exteriores del museo— una historia apasionante que entrelaza servicio militar, cine, azar y recuperación patrimonial. Es un símbolo viviente de la durabilidad y el carisma del Mitchell, cuya silueta sigue evocando tanto episodios bélicos como capítulos inolvidables de la historia de la aviación.

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Es lo primero que he leído nada más abrir el ojo. Extraordinario relato, @Sergi_c05 . Muchas gracias por traerlo. Y por la dedicatoria. Me ha emocionado, en serio. ‘Ad astra per áspera’, como bien sabes… :smirk:

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Voy por el tercer capítulo, pero no me he podido resistir. Sergi, SOMBRERAZO

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Casi llego tarde a trabajar porque me he enganchado y aquí estoy “chinchado “ por no poder continuar y terminar de leerlo en condiciones.

Para tomarse su tiempo y saborearlo.

MUCHAS GRACIAS!!!

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“De Pe a Pa” … me he enganchado a leer y, qué puedo decir… He disfrutado como un chiquillo.
Impresionante y apasionante a partes iguales.
Muchas gracias por estas joyas que nos dejas @Sergi_c05 de verdad :heart:

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Interesantísimo todo el hilo. También me lo he leído del principio al final.

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Curiosamente, también es un reloj al que me une una pequeña historia personal. Tendría unos 16 años, y un anadigi Casio AE-54 en la muñeca, y un día, curioseando en la sección de relojes de El Corte Inglés, me fijo en un Viceroy que me pareció precioso.

Si, entonces los Viceroy eran Swiss Made, y lleva una ETA de cuarzo. La puñeta es que la bonita capa dura con tono bronce que estaba sobre la caja de latón duró entre poco y nada, y el reloj se arruinó rápido. Pues… aunque muchos me dijeran que “era un reloj de viejo”, con él empezó mi afición por los relojes. De hecho, fue el primer reloj que compré con “mi” dinero, a base de juntar pagas semanales.

Tiempo después descubrí que el reloj en realidad era una copia, y al Longines al que homenajeaba, que acabó siendo mi otro grial, junto al Speedy. Cuando cumplí 40 años, al final, se convirtió en el reloj más caro que compré hasta la fecha.

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Y otro punto en común con el Speedy. En su día, y tendría unos 12 años, ví una película que empezaba con un pequeño avión rompiendo la barrera del sonido…

…y acababa con astronautas en el espacio. Épica pura. Más o menos por aquella época ví, en un cine de verano al aire libre, Top Gun. Evidentemente, acabé con una fascinación por el aire y el espacio. Y hubo otra película de aviones que ví y que me pareció también fascinante. Durante mucho tiempo, para mí, cierto aviador tuvo la cara de Jimmy Stewart, el actor que siempre interpretaba héroes.

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IN CRE IBLE
Bravo!!!
VIVA ESTE FORO!!!

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Extraordinario documento. Muchísimas gracias por tu esfuerzo pero sobre todo por ser capaz de engancharnos a un pedazo de la historia moderna.

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Años llevo pidiendo un homenaje del foro a los Weems. Y ni éste, ni el Lindbergh cuentan con un buen homenaje chino que pudiera servir de base.

Longines perpetró, hará 20 ó 30 años, uno de sus espantos con innecesario fechador.

Undone hizo un homenaje con caja con bloqueo de bisel, pero dos esferas a cada cual más feas.


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Tendrá que seguir siendo un sueño.

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No queda sino quitarse el sombrero, me has tenido enganchado desde que he abierto el ojo, con las pausas imprescindibles para no acabar divorciado :sweat_smile:

Trabajazo sí señor, un relato ameno digno de los grandes comunicadores, chapeaú

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Y otro pequeño comentario más, como aficionados relojeros.

Los biseles móviles son piezas habituales de los relojes, y poco menos que la adopción de un bisel móvil hace fluir bizantinos debates sobre cuál fue el primer verdaderísimo verdadero diver de verdad de la historia, si el FF o el Sub.

Hasta donde me quiere sonar, la primera patente de un bisel giratorio para un reloj es de Weems, patente 2008734 de 1929, y el primer reloj que lo incorpora es el Hour Angle.

https://patents.google.com/patent/US2008734A/en

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Sin palabras. Me he quedado boquiabierto y ojiplático. No lo he terminado, tengo lectura para varios días, lo quiero saborear.

Ya estamos tardando en ponerlo en intocables

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Simplemente magnífico.
Muchas gracias

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Vaya trabajazo
Enhorabuena :clap::clap:

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