A @Tortuga_Shelly (aka “Super 8”)
時には昔の話をしようか
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La fatídica mañana del 7 de diciembre de 1941, mientras los aviones japoneses bombardeaban Pearl Harbor, la guerra dejaba de ser un conflicto mayormente centrado en Europa para convertirse en una contienda verdaderamente global. La entrada de Estados Unidos obligó a todas las potencias implicadas a redefinir sus prioridades estratégicas y fortalecer sus alianzas. En cuestión de semanas, tanto los Aliados como las Potencias del Eje respondieron con iniciativas diplomáticas y militares destinadas a coordinar sus esfuerzos y reorganizar sus frentes en un escenario planetario.
En Washington D.C., británicos y estadounidenses celebraron la Conferencia Arcadia, donde comenzaron a esbozar una estrategia común para derrotar al Eje. Casi simultáneamente, en Berlín, Alemania promovió una serie de reuniones con Italia y Japón destinadas a revitalizar el Pacto Tripartito, firmado un año antes. El 15 de diciembre de 1941 se celebró en la capital alemana la primera conferencia tripartita con participación simultánea de representantes de los tres países. Se decidió entonces la creación de un “Consejo Permanente del Pacto Tripartito”, aunque la iniciativa no tuvo continuidad. Solo Italia, mirada con desconfianza por Japón, mostró un verdadero interés en impulsar una colaboración más estructurada. Finalmente, el 18 de enero de 1942, se firmaron dos acuerdos secretos entre los gobiernos alemán e italiano y el Ejército y la Armada japoneses. Los documentos, de carácter más simbólico que operativo, dividían el mundo a lo largo del meridiano 70º Este en dos zonas de acción, y se comprometían a cooperar en materias como comercio, inteligencia y comunicaciones. Sin embargo, no establecían compromisos militares concretos ni mecanismos efectivos de coordinación.
Sobre el papel, ambos bloques parecían avanzar en direcciones paralelas: definieron metas compartidas, formularon mecanismos de colaboración, se comprometieron a intercambiar inteligencia, tecnología y recursos, y a coordinar operaciones conjuntas. Con todo, más allá de las declaraciones, la realidad fue muy distinta.
Los Aliados entendieron desde el inicio que solo un esfuerzo conjunto —militar, industrial, logístico y diplomático— podría conducir a la victoria. Gran Bretaña y la Unión Soviética ya habían sufrido de forma directa la violencia de la maquinaria militar alemana, mientras que Estados Unidos y el Reino Unido recibían duros golpes en el Pacífico a manos del Japón imperial. Esta conciencia estratégica cristalizó en la creación del Estado Mayor Conjunto angloamericano, concebido para integrar recursos y planificar a largo plazo. La alianza se sostuvo en intereses profundamente compartidos y en una visión común de la guerra como empresa colectiva. Esa cohesión fue decisiva para su eficacia y perduró hasta el final del conflicto.
Por el contrario, las Potencias del Eje operaban bajo una lógica distinta. Alemania, Italia y Japón habían iniciado sus campañas con escasa coordinación, y cuando el conflicto se tornó global, no mostraron una voluntad real de revertir esa fragmentación. En diciembre de 1941, Japón propuso reforzar la cooperación militar, pero el acuerdo firmado en Berlín el 18 de enero de 1942 se limitó a una declaración ambigua, sin compromisos operativos concretos. Lejos de establecer una estrategia unificada, el texto evidenciaba que cada país seguiría librando su propia guerra en su respectivo teatro de operaciones, sin someterse a una estructura común de mando. La propia línea del meridiano 70º Este, propuesta por Japón, tenía muchos críticos en Alemania y era evidente la diferente postura que mantenían ambos países en relación a la Unión Soviética.
Uno de los aspectos clave para los Aliados fue el control de las comunicaciones estratégicas. Para el Estado Mayor Conjunto, garantizar el flujo continuo de tropas, material y suministros hacia todos los frentes era una prioridad absoluta. Junto al esfuerzo por dominar las principales rutas marítimas, diseñaron una red de corredores aéreos que conectaban los distintos escenarios bélicos. Estas rutas se convirtieron en auténticas arterias logísticas, fundamentales para sostener una guerra de escala global.
En cambio, entre las potencias del Eje, el interés por las rutas aéreas fue mucho más limitado, tanto en intención como en ejecución. Aunque el acuerdo firmado en Berlín incluía una cláusula sobre la creación de un “enlace aéreo militar entre Japón, Alemania e Italia”, el compromiso carecía de detalles prácticos y quedó supeditado a una ambigua salvedad introducida por los alemanes: “en la medida en que lo permitan consideraciones técnicas”. En la práctica, no existió un plan estructurado ni un esfuerzo sostenido para establecer una red de comunicaciones comparable a la aliada. Las menciones a estas rutas respondían más a gestos simbólicos que a una estrategia real de cooperación logística dentro del Eje.
Redes que unieron, distancias que separaron
Como mencionamos anteriormente, ya desde los primeros compases del conflicto, una de las diferencias más significativas entre las alianzas de los Aliados y las del Eje fue el nivel de interconexión que alcanzaron los primeros, evidenciado en la creación de una red global de transporte aéreo que no solo facilitó la logística bélica, sino que permitió sostener una estrategia común de alcance planetario. Esta infraestructura no fue solo un recurso técnico, sino un instrumento político clave: permitió que los principales responsables militares y diplomáticos se reunieran en persona, superaran barreras geográficas y culturales, resolvieran discrepancias y reforzaran la confianza mutua. En un conflicto que se libraba simultáneamente en Europa, Asia, África y el Pacífico, esa movilidad estratégica fue una ventaja crucial. El transporte aéreo se convirtió en el sistema circulatorio de una coalición que, a pesar de sus diferencias internas, funcionó como un organismo coordinado. Fue, en suma, uno de los pilares que hicieron posible la victoria aliada.
Aunque los Aliados también enfrentaron fricciones, desconfianzas y prioridades divergentes, contaban con un factor que las Potencias del Eje nunca llegaron a desarrollar plenamente: la capacidad real de comunicarse y tomar decisiones conjuntas de forma ágil y eficaz. El transporte aéreo permitió que figuras clave —Churchill, Roosevelt, Stalin y sus respectivos mandos militares— pudieran reunirse en lugares tan diversos como Washington, Casablanca, Teherán o Yalta. La posibilidad de verse cara a cara no solo aceleraba las decisiones, sino que mitigaba tensiones diplomáticas y facilitaba concesiones. Frente a un enemigo que amenazaba desde múltiples frentes, esa agilidad se tradujo en una respuesta coherente, aunque no exenta de dificultades.
Por el contrario, en el seno del Eje predominaba una lógica de competencia entre aliados. Alemania, Italia y Japón abordaban la guerra como empresas paralelas, con escasa voluntad de someterse a una coordinación superior. Aunque existían documentos que hablaban de cooperación, esta era, en la práctica, mínima. Las propias élites dirigentes recelaban unas de otras y no compartían ni prioridades estratégicas ni plazos comunes. La ausencia de una red de transporte aéreo que permitiera encuentros regulares y fluidos entre sus dirigentes fue tanto causa como síntoma de esa desarticulación. No se trataba solo de un problema técnico o de escasez de recursos, sino de una concepción distinta de la guerra y de la alianza. El comentario de Hitler el 27 de junio de 1942, tras la reunión entre Churchill y Roosevelt en Washington, es revelador:
When two people are in general agreement, decisions are swiftly taken. My own conversations with the Duce have never lasted more than an hour and a half, (…) to harness to a common purpose a coalition composed of Great Britain, the United States, Russia and China demands little short of a miracle.
Adolf Hitler, conversación n.º 241, 27 de junio de 1942 (cena), en Hitler’s Table Talk, 1941–1944: His Private Conversations, ed. Gerhard L. Weinberg y H. R. Trevor-Roper (New York: Enigma Books, 2008).
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“Cuando dos personas están de acuerdo, las decisiones se toman rápidamente. Mis conversaciones con el Duce nunca han durado más de una hora y media (…) coordinar con un objetivo común a una coalición compuesta por Gran Bretaña, Estados Unidos, Rusia y China exige poco menos que un milagro”.
Lo que Hitler percibía como un milagro era, en realidad, el resultado de una arquitectura de cooperación que al Eje le era completamente ajena.
A pesar de su retórica de unidad, las potencias del Eje no priorizaron seriamente los proyectos de enlace aéreo intercontinental. Para el verano de 1942, existían planes técnicos en marcha por parte de las tres potencias, pero ninguno recibió atención prioritaria ni recursos suficientes. Además, ninguno de estos países disponía de un bombardero con alcance verdaderamente estratégico comparable al Consolidated B-24 Liberator usado por los Aliados, capaz de cubrir distancias transoceánicas de forma regular. Las doctrinas aéreas del Eje privilegiaban el apoyo táctico a las fuerzas terrestres, y no contemplaban el poder aéreo como herramienta de articulación estratégica entre aliados dispersos. Para los vuelos de muy largo alcance, debían recurrir a aviones civiles, modelos experimentales o aparatos modificados con fines propagandísticos más que operativos.
En Alemania, los proyectos de enlace aéreo con Japón quedaron atrapados en una maraña de rivalidades institucionales y personales. Lufthansa, la Luftwaffe, Hermann Göring, el Ministerio de Asuntos Exteriores —dirigido por Joachim von Ribbentrop— y el embajador japonés, el fogoso y temperamental general Hiroshi Ōshima, de quien el periodista William L. Shirer afirmaba que parecía más nazi que los propios nazis, se enfrascaban en negociaciones interminables sobre prioridades, competencias y reparto de recursos. Las decisiones sobre el uso de los escasos aviones de largo alcance —como el Ju 290 o el He 177— se dilataban ante la falta de una autoridad central, agravada por la dependencia del respaldo personal de Hitler, errático y poco fiable a largo plazo. Esta disfuncionalidad reflejaba un problema más profundo: la estructura de poder del Tercer Reich, basada en lealtades personales, competencia entre agencias y ausencia de una planificación coordinada.
Japón, por su parte, mostraba un interés real en reforzar su interlocución con Berlín y planeaba enviar una delegación de alto nivel para respaldar al embajador Ōshima. Sin embargo, su propio proyecto técnico de avión de largo alcance (Ki-77) sufría constantes retrasos y no estaría operativo hasta julio de 1943. Además, la existencia del Pacto de Neutralidad firmado con la Unión Soviética el 13 de abril de 1941 complicaba gravemente cualquier planificación de rutas aéreas entre Asia y Europa: el sobrevuelo del espacio aéreo soviético estaba excluido, y las rutas alternativas implicaban mayores riesgos, tiempos de vuelo excesivos y escalas en territorios comprometidos. Paradójicamente, un acuerdo diplomático que aseguraba la estabilidad en el frente oriental también bloqueaba uno de los pocos canales posibles para una cooperación efectiva entre Tokio y Berlín.
Así, mientras los Aliados consolidaban una red global de transporte que fortalecía su unidad estratégica, el Eje fracasaba en construir siquiera los medios básicos para una coordinación efectiva. Las vastas distancias geográficas, las limitaciones técnicas y, sobre todo, las profundas rivalidades internas no hicieron más que acentuar la desarticulación de una coalición que, más que una alianza, operaba como una yuxtaposición de proyectos nacionales sin voluntad real de convergencia. Paradójicamente, tras su ataque a Pearl Harbor, Japón —que había desencadenado la guerra global— terminó más aislado que nunca de sus propios aliados. Pero hubo quien, desde el corazón del Eje, se propuso romper ese aislamiento y tender un puente: Italia quiso encontrar una solución.
LATI: ambición imperial y ensayo de proyección global
Antes de que Italia intentara tender puentes aéreos hacia sus aliados en tiempos de guerra, ya había acumulado una valiosa experiencia en vuelos de largo alcance. Buena parte de ese saber técnico y operativo se canalizó en el ambicioso proyecto de Linee Aeree Transcontinentali Italiane (LATI), una aerolínea estatal creada para gestionar conexiones postales —y eventualmente comerciales— con Sudamérica. Surgida a partir de Ala Littoria S.A., la principal compañía aérea del régimen, LATI encarnaba tanto el deseo fascista de proyectar influencia sobre el Atlántico como una necesidad práctica: mantener vínculos rápidos y estables con las nutridas comunidades italianas en Brasil, Argentina y Uruguay.
Tras una primera fase de expansión hacia destinos europeos y del Mediterráneo oriental, Ala Littoria había extendido sus rutas a las colonias de Libia y del África Oriental Italiana. En 1934, un trimotor Savoia-Marchetti S.71 realizó un vuelo de calibración de 6.200 km entre Roma y Mogadiscio, en la Somalia italiana, que además estableció un récord mundial en vuelos civiles de larga distancia. Ese hito permitió inaugurar, en diciembre de 1935, la prestigiosa Linea dell’Impero.
El primer intento serio de conexión aérea transoceánica no llegaría, sin embargo, hasta marzo de 1938, cuando Ala Littoria —a través de su “División de Líneas Atlánticas”— organizó un vuelo experimental de ida y vuelta entre Italia y Argentina. El comandante Carlo Tonini y el copiloto Umberto Klinger, presidente de la compañía y verdadero artífice de la iniciativa, pilotaron un hidroavión CANT Z.506 C. La ruta, que incluía una escala técnica en Bathurst (actual Banjul, en Gambia), fue una demostración convincente de capacidad operativa y confirmó la viabilidad de establecer un enlace aéreo regular entre ambos continentes.
Para la operación sistemática de la ruta se optó finalmente por utilizar aviones terrestres de largo alcance, como los Savoia-Marchetti SM79 y SM83, en lugar de hidroaviones. Esta decisión exigió soluciones técnicas complejas: gracias a la colaboración del régimen portugués, se construyó un aeropuerto específico en la Isla de Sal (Cabo Verde), que entonces formaba parte del territorio metropolitano portugués. Se instalaron también bases en la costa atlántica africana y se desplegaron buques a lo largo del trayecto para proporcionar apoyo radioeléctrico y datos meteorológicos.
LATI se fundó oficialmente el 11 de septiembre de 1939, y su primer vuelo regular despegó el 21 de diciembre con una ruta que enlazaba Roma, Sevilla, Lisboa, Villa Cisneros e Isla de Sal, antes de cruzar el Atlántico hacia Recife y Río de Janeiro. El servicio funcionaba inicialmente de forma semanal, con salida los jueves desde Italia, recogiendo correo también en España y Portugal. De manera anecdótica, entre 1939 y 1941 LATI tuvo como director comercial a Carlo Ponzi, célebre por el esquema fraudulento que lleva su nombre, quien consiguió el cargo gracias a la mediación de Attilio Biseo, primo suyo y piloto personal de Mussolini.
La situación cambió bruscamente tras la entrada de Italia en guerra el 10 de junio de 1940. Aunque el servicio continuó durante un tiempo, comenzaron a surgir sospechas sobre el verdadero uso de LATI, con acusaciones que iban desde el espionaje hasta el contrabando de materiales estratégicos, como minerales raros y diamantes industriales. La coincidencia entre el aumento de vuelos y la intensificación de las operaciones submarinas alemanas en el Atlántico no hizo sino alimentar esas sospechas. Como respuesta, se impusieron restricciones al suministro de combustible, la frecuencia de los vuelos se redujo a uno mensual y, finalmente, el servicio fue suspendido el 19 de diciembre de 1941, tras la entrada de Estados Unidos en la guerra y su control efectivo del espacio aéreo atlántico. Brasil, bajo presión diplomática, revocó los derechos de aterrizaje de LATI, detuvo a su representante y confiscó los aviones italianos que habían quedado varados en Natal, Recife y Río de Janeiro.
En paralelo, el Estado Mayor de la Regia Aeronautica decretó la militarización de toda la aviación civil, que pasó a depender del recién creado Comando Servizi Aerei Speciali (CSAS). Durante los casi tres años en que funcionó la ruta transatlántica, se realizaron 211 vuelos, transportando más de 1.780 pasajeros, 143.000 kilogramos de carga y más de 12.000 de correo.
Pese al cierre de la ruta hacia Sudamérica, LATI intentó reconvertirse manteniendo conexiones con Europa y África, operando líneas hacia Atenas, Lisboa, Sevilla, Argel, Bengasi, Derna, Trípoli y Túnez. Sin embargo, la guerra pronto redujo toda la red a funciones militares o paraestatales. El sueño de una aerolínea italiana transcontinental terminó siendo una breve expresión de ambición imperial y un valioso campo de ensayo para la aviación de largo alcance, experiencia que, pocos años después, sería invocada como parte de una solución alternativa a la fractura logística del Eje.
Una nueva ruta hacia Oriente: el sueño de Roma–Tokio
Según relata Frank Joseph en su obra The Axis Air Forces: Flying in Support of the German Luftwaffe, a comienzos de 1942 Mussolini llegó a la conclusión de que los códigos militares del Eje habían sido comprometidos. Aunque sus primeras sospechas apuntaban a una traición en el Comando Supremo —el alto mando de las fuerzas armadas italianas—, las investigaciones de la policía secreta no hallaron pruebas concluyentes. Solo se identificaron unos pocos agentes enemigos infiltrados en la estructura de mando, que fueron neutralizados antes de causar daños significativos. Sin embargo, la desconfianza persistía, alimentada por la pasividad de buena parte de la aristocracia —dentro y fuera de las Fuerzas Armadas— frente al régimen fascista: una resistencia sorda que no haría más que crecer conforme avanzaba la guerra.
Aunque no pudo identificar el mecanismo exacto —más tarde revelado como el proyecto británico Ultra—, Mussolini intuyó que existía una operación de inteligencia aliada capaz de descifrar las comunicaciones del Eje. No le faltaba razón: la victoria de la Royal Navy en la batalla del cabo Matapán, en marzo de 1941, se había visto considerablemente favorecida por información obtenida a través de Ultra, tras la interceptación y el descifrado de mensajes de la marina italiana. Advirtió de inmediato a Hitler, quien ordenó a la Gestapo una caza implacable de los responsables. Pero el problema iba más allá: también era necesario informar a los aliados japoneses, y los canales convencionales estaban comprometidos. Solo una opción parecía segura: enviar un mensajero personal por vía aérea.
Mientras tanto, LATI buscaba desesperadamente la forma de conservar su experiencia en vuelos de largo alcance, al tiempo que sus tripulaciones seguían operando rutas militares en el Mediterráneo, con la vista puesta en una eventual reanudación de las operaciones comerciales una vez finalizada la guerra. La clausura de la ruta sudamericana había supuesto un duro golpe para la compañía, que ahora estudiaba alternativas para mantener su operatividad estratégica.
El 29 de enero de 1942, el comandante Ernesto Coop, en representación del servicio de comunicaciones de LATI, presentó un informe en el que esbozaba tres posibles rutas para establecer una conexión aérea con Japón tan pronto como estuviera disponible el nuevo Fiat G.12. Las opciones contemplaban una ruta septentrional y dos variantes australes.
Un servicio quincenal requeriría al menos cuatro aeronaves y escalas debidamente aprovisionadas en puntos estratégicos como Odesa, en el sur de Ucrania, y Pao Tow Chen (Baotou), en Mongolia Interior.
Nota: La idea de volar a Japón no era nueva para los italianos. En 1920 se llevó a cabo el Raid Roma-Tokio, una expedición aérea de largo alcance a través de Eurasia, realizada entre el 14 de febrero y el 31 de mayo de ese año. Fue organizada por Gabriele D’Annunzio y Harukichi Shimoi, un poeta japonés que vivió muchos años en Italia y que, durante la Primera Guerra Mundial, llegó a alistarse en los célebres Arditi, a quienes enseñó karate. Participaron once aeronaves de la Regia Aeronautica, aunque solo una consiguió llegar a destino: un Ansaldo SVA 9 pilotado por el teniente Arturo Ferrarin, acompañado del mecánico de vuelo Gino Cappannini. Otro binomio, compuesto por el teniente Guido Masiero y el mecánico Roberto Maretto, también alcanzó Tokio, aunque tras completar dos etapas intermedias empleando otros medios de transporte.
La micromarca italiana Terra Cielo Mare (TCM) lanzó en su día (hará unos diez años ya) una colección conmemorativa.
Como curiosidad, el personaje del comandante Ferrarin que aparece en Porco Rosso (1992) es un homenaje a Arturo Ferrarin.
A principios de febrero, el proyecto fue presentado directamente a Benito Mussolini por el abogado Pullè, director del Gabinete Jurídico de LATI. Durante la audiencia con el Duce, expuso la propuesta asegurando que su propio hijo, Bruno Mussolini —fallecido meses antes en un accidente aéreo—, ya había considerado previamente la viabilidad de una iniciativa de este tipo. Pullè no eludió las considerables dificultades logísticas y técnicas que implicaría la apertura de una línea aérea hacia el Extremo Oriente, pero defendió que era la única manera de que LATI pudiera conservar su identidad como compañía especializada en vuelos de largo alcance. Mussolini acogió la iniciativa con entusiasmo, sin duda percibiendo en ella una oportunidad para materializar la idea —antes mencionada— de enviar un mensajero personal, y el Estado Mayor de la Regia Aeronautica otorgó su respaldo de forma inmediata.
Los japoneses, informados por su embajada en Roma y por el agregado militar, el coronel Moriaki Shimizu, expresaron su total apoyo al proyecto, tanto por su valor simbólico como por la necesidad de asegurar un canal estable de intercambio técnico y militar con sus aliados europeos. Los alemanes también estudiaban una ruta similar, pero la oposición del mariscal Göring —que se negaba a desviar recursos mientras durase la ofensiva contra la URSS— impidió que Berlín tomara la iniciativa.
El 1 de marzo de 1942 se celebró una reunión en la que participaron altos mandos de la aviación italiana —entre ellos los generales Giuseppe Santoro, Vincenzo Velardi y Umberto Cappa— para seleccionar al piloto adecuado. La ruta norte, la más corta, exigía recorrer 10.000 kilómetros, de los cuales 6.200 transcurrían sobre territorio enemigo, con meteorología impredecible y sin posibilidad de aterrizaje intermedio. Se preseleccionaron cuatro oficiales altamente cualificados: Amedeo Paradisi, Antonio Moscatelli, Giorgio Rossi y Enrico Cigerza.
La elección de la aeronave también estuvo limitada, no solo por la naturaleza de la ruta, sino por los acuerdos establecidos con Japón para realizar el vuelo antes de finales de junio de 1942. Cuando LATI evaluó el Fiat G.12 en el verano de 1941, valoró su elevada altitud de crucero, su estabilidad y su estructura completamente metálica, aunque también señaló la necesidad de instalar equipos de navegación, comunicación y sistemas antihielo.
El primer G.12 Grande Autonomia (GA) equipado con motor Alfa Romeo 126 para LATI (número de serie 14, matriculado como I-ALIH y posteriormente como I-FAUN) realizó su primer vuelo el 16 de abril de 1942. La variante RT, diseñada específicamente para la ruta Roma-Tokio, requería motores Alfa Romeo 128, mayor capacidad de combustible, un tren de aterrizaje reforzado y un fuselaje alargado para mantener el centro de gravedad del avión. Estas modificaciones se incorporarían directamente al G.12 con número de serie 23, pero no estaría disponible hasta agosto de 1942. Cambios adicionales darían lugar a la configuración RTbis, de la que se completarían dos unidades en junio de 1943.
Así las cosas, el foco tuvo que desplazarse hacia aeronaves que estuvieran disponibles de inmediato. A finales de febrero, el capitán Max Peroli había sugerido el elegante trimotor de largo alcance Piaggio P.23R, que había permanecido inactivo tras establecer algunos récords menores en 1939. Sea cual fuese su valía, esta propuesta quedó descartada cuando el único prototipo se perdió tras un aterrizaje accidentado en Villanova d’Albenga el 23 de mayo de 1942.
La mejor opción disponible era el Savoia-Marchetti SM.75, que servía de base para el resistente transporte militar SM.82 Marsupiale. El SM.75 especialmente modificado, conocido como Primato Distanza (PD), y confusamente también referido como SM.82 por razones comerciales y de propaganda, había establecido un récord de distancia al volar aproximadamente 12.935 km en 57 horas sobre un circuito cerrado entre el 30 de julio y el 1 de agosto de 1939, proporcionando datos útiles sobre la configuración de los motores y el consumo de combustible.
Afortunadamente, la versión de largo alcance SM.75 GA ya estaba en producción, y el MM.60537, el primero de ocho unidades en construcción (dos para la Regia Aeronautica y tres cada uno para LATI y Ala Littoria), estaría listo para su entrega el 10 de marzo de 1942. Con un peso máximo al despegue de 22.000 kg, sus tres motores Alfa Romeo 128 RC.18 producían hasta 3.150 caballos de potencia. El ingeniero Armando Palanca, jefe de motores de LATI, realizó cálculos de consumo en función de diferentes cargas útiles: el avión podía recorrer hasta 9.870 km sin carga, o bien transportar 1.100 kg a lo largo de 7.000 km, o 3.300 kg a una distancia de 5.000 km.
Amedeo Paradisi (que había participado en el Gran Premio Istres-Damasco-París de 1937 y en el Raid Roma-Dakar-Río de Janeiro de 1938) fue el oficial elegido, y el 15 de marzo comenzó el entrenamiento junto a su tripulación: el copiloto Publio Magini, el operador de radio Ezio Vaschetto y el mecánico de vuelo Vittorio Trovi. Apenas dos días después, recogieron el SM.75 GA MM.60537 en la factoría de Savoia-Marchetti. El aparato había sido equipado especialmente para vuelos intercontinentales, con carburadores calibrados, sistemas de navegación astronómica —incluyendo un goniómetro móvil y un mapa estelar instalado en la cabina, detrás del operador de radio—, y depósitos auxiliares. Magini, reputado navegante de gran experiencia al que volveremos más adelante, elaboró una compleja planificación basada en cálculos astronómicos, pensada para vuelos largos en condiciones de baja visibilidad.
Sin embargo, la preparación fue interrumpida por una solicitud de alto nivel: realizar un vuelo propagandístico a Eritrea, ocupada entonces por los británicos. La misión debía coincidir con el 9 de mayo, aniversario de la proclamación del Imperio en 1936, y tenía como objetivo lanzar mensajes dirigidos tanto a los colonos italianos como a la población local, en un intento de reafirmar la presencia simbólica de Roma en África Oriental.
La mañana del 7 de mayo, el avión despegó de la base de Guidonia, en las proximidades de Roma, con destino a Bengasi, donde efectuó una escala. Al atardecer del día 8, retomó el vuelo, manteniendo un absoluto silencio radio y volando a baja altitud —unos 300 metros— sobre el desierto libio y el Alto Nilo, hasta alcanzar Asmara, la capital de Eritrea. Desde el aire, la tripulación lanzó miles de panfletos tricolores con el mensaje “Volveremos”, impresos en italiano y amárico.
“In questo giorno consacrato alle glorie dell’Esercito e alla perennità dell’Impero, ali italiane vi recano il saluto della Madre Patria, sempre protesa e anelante verso di voi e verso le sue terre africane bagnate dal sangue e dal sudore dei suoi figli. La vostra attesa è la nostra attesa: la volontà del Duce è la volontà del popolo. Nulla sarà dimenticato e tutto sarà vendicato. La vittoria sarà nostra e renderà giustizia a noi, popoli poveri bisognosi di spazio su cui sventoli, sovrana e benedicente, la nostra bandiera. Italiani dell’Eritrea, della Somalia, dell’Impero, vi abbiamo tutti nel cuore come voi avete l’immagine della vostra mamma e dei vostri cari lontani. Non dubitate. Il giorno, il grande giorno si approssima e verrà. La nostra decisione è più che mai ferma e irrevocabile nel motto del grande Duca che nella morte non dorme ma aspetta: RITORNEREMO!”
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En este día consagrado a las glorias del Ejército y a la perennidad del Imperio, alas italianas os traen el saludo de la Madre Patria, siempre tendida y anhelante hacia vosotros y hacia sus tierras africanas, regadas con la sangre y el sudor de sus hijos. Vuestra espera es nuestra espera: la voluntad del Duce es la voluntad del pueblo. Nada será olvidado y todo será vengado. La victoria será nuestra y hará justicia a nosotros, pueblos pobres necesitados de espacio donde ondee, soberana y protectora, nuestra bandera. Italianos de Eritrea, de Somalia, del Imperio: os llevamos a todos en el corazón, como vosotros lleváis en el alma la imagen de vuestra madre y de vuestros seres queridos lejanos. No dudéis: el día, el gran día, se acerca y llegará. Nuestra decisión es más firme e irrevocable que nunca en el lema del gran Duca [en referencia a Amadeo de Saboya, duque de Aosta, quien ejerció como virrey de Etiopía entre 1937 y 1941; nieto por cierto de nuestro Amadeo I], que en la muerte no duerme, sino que espera: ¡VOLVEREMOS!
El vuelo, de veintiocho horas sin escalas —se decidió no hacer una nueva parada en Bengasi—, concluyó con un aterrizaje nocturno en el aeródromo de Ciampino, donde la tripulación fue recibida por las máximas autoridades de la Regia Aeronautica y felicitada en nombre del Duce. La hazaña se convirtió en un logro propagandístico para el régimen (del que se hicieron eco medios del Eje, como se puede ver en la publicación húngara mostrada a continuación) y, en términos técnicos, supuso una validación crucial para las capacidades de largo alcance del SM.75 GA.
La proeza reforzó la moral del equipo y del propio Mussolini, quien la interpretó como un presagio favorable. Sin embargo, la desgracia se impuso pocos días después: el 11 de mayo, cuando el avión despegaba desde Ciampino rumbo a Guidonia —un trayecto de apenas 25 kilómetros—, sufrió una falla simultánea en los tres motores, obligando a Paradisi a realizar un aterrizaje de emergencia en los campos de Frattocchie. El impacto provocó un incendio que destruyó completamente el aparato. Magini sufrió lesiones que le mantuvieron en tierra un mes pero Paradisi quedó atrapado en el fuselaje y sufrió heridas gravísimas, incluida la amputación de una pierna. La visita del Duce al hospital fue el reconocimiento simbólico a un esfuerzo que, pese a su trágico desenlace, no sería en vano.
Con Paradisi fuera de combate, el mando de la operación recayó en el teniente coronel Antonio Moscatelli, veterano de la Guerra Civil española, piloto de LATI, experto en vuelos nocturnos, estaba al mando de un escuadrón de Junkers Ju 87 y había sido compañero de Bruno Mussolini. Formó una nueva tripulación con oficiales de confianza, entre ellos el mayor Antonio Curto y el ya recuperado capitán Publio Magini, a quienes se sumaron el subteniente operador de radio Ernesto Mazzotti y el brigada mecánico de vuelo Ernesto Leone. El 17 de mayo, el general Mario Bernasconi instó a Savoia-Marchetti a acelerar la construcción del nuevo SM.75 GA, el MM.60539, que recibiría la designación de SM.75 RT (Roma-Tokio). Se ordenó también el ensamblaje de un tercer ejemplar, el MM.60543, como reserva.
[De izquierda a derecha: brigada Ernesto Leone, capitán Publio Magini, teniente coronel Antonio Moscatelli, mayor Mario Curto y subteniente Ernesto Mazzotti]
A ambos aparatos se les practicaron modificaciones de gran calado: hélices Idrovaria S.53, sistema antihielo, trajes de vuelo térmicos, un sistema de navegación astronómica mejorado con sextante Plath, radio de largo alcance, asientos de estructura metálica revestidos en lona y nuevos depósitos de combustible suplementarios que ocupaban el espacio originalmente destinado a la cabina de pasaje. Todo ello respondía al objetivo de reducir peso innecesario y maximizar el alcance operativo.
El 12 de junio, una vez listo el MM.60539, se ordenó su ensamblaje final y la realización de un vuelo de prueba en la ruta Roma–Sevilla–Lisboa, un ensayo general para una travesía que, en plena Segunda Guerra Mundial, aspiraba a abrir una ruta inédita entre Europa y el Lejano Oriente.
A pesar de que la seguridad fue sorprendentemente laxa —el plan se filtró rápidamente—, el compromiso italiano con el proyecto era real. Moscatelli y su equipo hicieron lo posible por despistar, solicitando pasaportes y mapas para Sudamérica, mientras en el interior del régimen se emitían comunicaciones internas que confirmaban lo que ya era un hecho: Italia se preparaba para volar a Japón.
El plan se consolida
El vuelo a Japón, además de su dimensión técnica, tenía un claro significado geopolítico: reforzar las relaciones entre Italia y el Imperio del Sol Naciente, y demostrar al mundo que el Eje aún era capaz de trazar puentes a través de miles de kilómetros de territorio hostil. A principios de junio de 1942, el embajador japonés en Roma, Zenbei Horikiri, se reunió con el ministro de Asuntos Exteriores, Galeazzo Ciano, para formalizar los detalles. Como resultado, entregó la Circular n.º 974, titulada Características esenciales para establecer un servicio aéreo Japón-Alemania y Japón-Italia, emitida en Tokio el 3 de junio.
El documento establecía con precisión las condiciones impuestas por Tokio: el vuelo debía seguir una trayectoria al sur de la línea que unía Pao Tow Chen, Kabul y Rodas, evitando completamente el espacio aéreo soviético. Se designaban aeródromos clave en Pao Tow Chen, Rangún y Tokio, así como puntos de amarre para posibles hidroaviones en Dairen (actual Dalian, en China), Rangún y el archipiélago japonés. La operación debía realizarse con el máximo secreto, sin identificaciones visibles, sin transmisiones innecesarias, y sin transportar correspondencia diplomática ni objetos comprometedores. La postura japonesa —desconfiada, pragmática y exigente— era paralela a la adoptada en sus tratos con Alemania.
Pero en Roma, el plan italiano difería sustancialmente. El teniente coronel Moscatelli y el navegante Magini habían identificado una ruta que partía desde Zaporiyia, en la Ucrania ocupada por el Eje, y cruzaba el sur de Asia Central hasta llegar a China, a través del corredor de Pao Tow Chen. Esta vía aprovechaba aeródromos controlados por Alemania, acortaba significativamente la distancia y permitía reducir la exposición al mal tiempo en el océano Índico. Para el viaje de vuelta, sí se adoptaría un itinerario más meridional: Hong Kong, Akyab (hoy Sittwe, Myanmar), Rodas, y finalmente Roma. De este modo, los italianos intentaban equilibrar la exigencia japonesa con las posibilidades reales de navegación.
El principal riesgo del vuelo recaía en el cruce del espacio aéreo soviético, tanto por la posibilidad de ser detectados por radar como por la amenaza de interceptación por cazas o localización mediante emisiones de radio. Para minimizar esos peligros, se estableció un estricto protocolo que incluía el silencio radiofónico absoluto, el uso de códigos meteorológicos cifrados y la preparación de respuestas falsas en caso de aterrizaje forzoso.
Para las comunicaciones meteorológicas se adoptó el nuevo cifrado GALA, basado en el diccionario italiano-inglés publicado por Bietti en 1934. Los japoneses, por su parte, insistieron en obtener acceso al nuevo cifrado italiano “Centauro”, considerado más seguro, pero las autoridades italianas se negaron a compartirlo por motivos de seguridad estratégica.
Aun así, el tramo sobre territorio soviético exigía una planificación técnica extremadamente precisa. Además del análisis de la ruta, las posiciones enemigas y las condiciones meteorológicas, se coordinó con el Mando de las Fuerzas Aéreas, del Cuerpo Expedicionario Italiano en Rusia (Corpo di spedizione italiano in Russia - CSIR), el almacenamiento de 12.000 litros de combustible italiano y 3.500 litros de gasolina etilada rumana de 87 octanos en Zaporiyia. Muestras de ambos carburantes fueron enviadas en avión a Roma para verificar su compatibilidad con los motores Alfa Romeo 128 del SM.75 RT.
Poco después de realizarse, el 12 de junio, el vuelo de prueba ida y vuelta a Sevilla y Lisboa, se ordenó al teniente de navío Roberto De Leonardis y el capitán Ernesto Rossi, ambos destinados en la embajada italiana en Tokio, que partieran hacia Pao Tow Chen con la misión de coordinar la recepción del aparato y revisar las instalaciones disponibles en el extremo oriental de la ruta.
Sin embargo, el plan técnico se complicó con una propuesta política inesperada. El 16 de junio, se ofreció un lugar a bordo a Subhas Chandra Bose, líder nacionalista indio exiliado en Berlín y aliado del Eje en su lucha contra el Imperio Británico. Bose aceptó de inmediato, pese a las advertencias: el vuelo era peligroso, y el espacio en cabina estaba prácticamente tomado por los depósitos de combustible auxiliares, por lo que debía viajar solo y sin equipaje. La aprobación final del viaje quedó en manos de los gobiernos aliados, pero las diferencias internas del Eje volvieron a frustrar la operación: los alemanes desconfiaban de la fiabilidad del avión y de los pilotos italianos, proponiendo que Bose viajara en un submarino, mientras que los japoneses ponían en duda su legitimidad como representante de la resistencia india. El 27 de junio se confirmó que Bose no volaría en el SM.75 RT.
En paralelo, se instruyó a la tripulación para no portar ningún documento, mensaje diplomático ni regalo oficial que pudiera revelar el origen o destino de la misión en caso de aterrizaje forzoso.
El 28 de junio, Riccardo Federici, agregado militar italiano en Tokio, transmitió informes preocupantes: interferencias rusas y emisiones falsas identificadas en varias frecuencias a lo largo de la ruta prevista. Todo indicaba que Moscú había detectado alguna señal de actividad y estaba intentando confundir la navegación.
Pese a los contratiempos políticos y los riesgos operativos, el vuelo Roma–Tokio se perfilaba ya no como una aventura propagandística, sino como un verdadero ejercicio de geopolítica aérea. El aparato estaba listo, la tripulación también. Solo faltaba despegar.
¡Andiamo!
A las 5:26 de la madrugada del 29 de junio de 1942, el SM.75 RT con matrícula MM.60539 despegó del aeródromo de Guidonia. A bordo también viajaban Armando Palanca, responsable del control de consumo de los motores, y Marcello Tommasi, jefe del servicio de radio de LATI, quienes acompañarían al equipo hasta el primer destino intermedio. Para su seguridad personal, la tripulación había recibido también dos subfusiles MAB 38 (Moschetto Automatico Beretta ) con 1000 cartuchos cada uno, prestados por la Polizia dell’Africa Italiana (PAI). El avión, sin armamento y cargado hasta el límite, había sido asegurado por 76.000 liras, una parte de las cuales fue cubierta por la propia Savoia-Marchetti.
Como ya se indicó, por exigencia japonesa, no se transportaba carga alguna —ni documentos oficiales, ni material técnico o militar—. El mensaje personal del conde Ciano para el primer ministro japonés Hideki Tōjō se transmitiría por radio directamente a Tokio, a la espera del avión. No obstante, hay que reseñar que tanto en las memorias de Moscatelli como en las de Magini, se menciona un grueso sobre sellado que se entregó a personal de la embajada al llegar a Tokio.
Nueve horas después, tras recorrer 2.030 kilómetros, el avión aterrizó sin incidentes en Zaporiyia, en la Ucrania ocupada. Allí se abasteció de combustible llenando todos los depósitos hasta el límite, se limpiaron las bujías y se esperaron los últimos partes meteorológicos. El 30 de junio, a las 20:06, el SM.75 RT volvió a despegar, esta vez con un peso total de 21.500 kg, muy por encima del máximo permitido en sus versiones civiles o militares estándar. Necesitó 700 metros de pista para levantar el vuelo: la travesía hacia el corazón de Asia había comenzado.
El cruce de la línea del frente y la entrada en el espacio aéreo soviético no tardó en demostrar su peligrosidad. A baja altitud, ascendiendo muy lentamente hacia los deseados 4.000 metros, el aparato fue detectado por reflectores enemigos cerca de Rostov del Don, y durante más de 160 kilómetros fue objeto de fuego antiaéreo impreciso pero persistente.
El navegante, capitán Publio Magini, recordaría más tarde la tensión del momento:
“Sabíamos que estábamos en grave peligro. Con todo ese combustible a bordo no podíamos subir por encima de los 800 metros. El avión, que pesaba más de 21 toneladas, volaba muy despacio, incluso a máxima potencia. Los motores amenazaban con sobrecalentarse, y veíamos con angustia cómo subía la temperatura. Y entonces aparecieron los reflectores por todas partes.
En un momento dado tuvimos que decidir: había que cruzar el frente. Ya no había marcha atrás. Apenas lo hicimos, los reflectores se clavaron en el avión, iluminando la noche como si fuera de día, convirtiéndonos en un blanco perfecto. Desde mi asiento vi las ráfagas de artillería antiaérea ascender lentamente, pero de forma precisa. No fue nada agradable. Aunque pasaron muy cerca, ninguna nos alcanzó. No podía creer nuestra suerte.”
Cerca de Voroshilovgrado (actual Lugansk), avistaron un caza enemigo, y en las primeras diez horas se mantuvo el silencio absoluto en radio. Como referiría después el teniente coronel Moscatelli, la tripulación tuvo la impresión de que los soviéticos conocían tanto la ruta como la hora de partida del avión. Durante más de 1.000 kilómetros tras Stalino (actual Donetsk), sobrevolaron ciudades e instalaciones industriales completamente iluminadas. Era evidente que Moscú no temía un bombardeo de largo alcance: una señal tanto de su confianza en el control del espacio aéreo como de la falta de doctrina operativa en el uso de sus propios medios estratégicos, como los Heinkel He 177 alemanes.
La ruta continuó sin incidentes graves por la costa norte del mar Caspio, el mar de Aral, el lago Baljash y los montes Tarbagatai, marcando así la entrada en Asia Central. Magini, con su sextante, logró obtener posiciones celestes en menos de un minuto, aunque se quejó de la cartografía disponible, que resultaba incompleta: cadenas montañosas mal ubicadas o directamente ausentes en los mapas. Más adelante, sobrevolaron la cordillera del Altái, perfilada poco a poco por los trazos dorados de la luz del amanecer, acercándose a la frontera entre China y la Unión Soviética. La soledad del paisaje y la magnitud del viaje impresionaron profundamente a la tripulación. En palabras de Magini:
“Fue una sensación fantástica tener toda Asia frente a nosotros, y estar, por fin, completamente solos.”
Volando bajo a través de un largo valle, dejaron atrás las montañas y se adentraron en el desierto de Gobi. Durante horas surcaron el vasto y deshabitado páramo de arena. Fue allí donde la pericia del reputado navegante demostró toda su utilidad. Sin mapas detallados del desierto de Gobi, tuvieron que fiarse exclusivamente de su equipo de navegación astronómica. Además, el vuelo se encontró con condiciones atmosféricas muy adversas, incluyendo tormentas de arena que se elevaban hasta los 3.000 metros de altura.
Llegados a Pao Tow Chen, el aterrizaje no fue tarea fácil. Se encontraron con lluvias torrenciales, relámpagos y visibilidad nula mientras el piloto intentaba esquivar colinas peligrosamente ocultas. Finalmente, a las 17:20 del 1 de julio, tras 21 horas y 14 minutos de vuelo y más de 6.000 kilómetros recorridos, el avión aterrizó en la China ocupada.
Allí les esperaba una delegación japonesa encabezada por un general de la aviación, acompañado por los oficiales italianos Roberto De Leonardis y Enrico Rossi. La exhausta tripulación fue recibida con una calurosa bienvenida, aunque tuvieron que permanecer inmóviles, aún con sus trajes de vuelo puestos, escuchando discursos pronunciados por los oficiales japoneses cuyo contenido les resultaba por completo incomprensible.
Poco después, fueron conducidos a un hotel local que, con no poca ironía, resultó ser una réplica de las casas de Pompeya, similares a las que podían verse en las afueras de Nápoles. El contraste con lo vivido hasta entonces no podía ser más marcado, como si hubieran atravesado no solo medio mundo, sino también una dimensión paralela.
Para su asombro, a cada miembro de la tripulación se le asignaron al menos dos mujeres jóvenes que los guiaron hasta una amplia piscina. Allí los bañaron con agua caliente en lo que pareció más un rito de paso que un mero acto de hospitalidad. Al terminar, les ofrecieron kimonos mientras sus uniformes, impregnados de polvo, sudor y gasolina, eran lavados con esmero.
Aún sin haber asimilado del todo la experiencia, se les comunicó que debían permanecer un día más en la ciudad, a la espera de que las autoridades japonesas confirmaran una ruta segura hacia su destino final.
Nota: Los italianos se refirieron a aquellas mujeres con el tan manido término de geishas, aunque este resulta claramente erróneo. Las geishas son artistas tradicionales japonesas, cuya labor se limita al arte, la música, la conversación y la hospitalidad refinada; en absoluto incluye atenciones de este tipo, y mucho menos en un contexto como aquel. Estando en territorio chino ocupado por las fuerzas imperiales japonesas, es muy probable que aquellas mujeres no fueran geishas —ni siquiera oiran o yūjo —, sino algo mucho menos exótico y profundamente más trágico: ianfu, “mujeres de consuelo”, un eufemismo con el que se designaba a quienes fueron forzadas a la esclavitud sexual por el ejército japonés y confinadas en las llamadas “estaciones de consuelo”.
Estas mujeres provenían mayoritariamente de Corea, China, Japón y Filipinas, aunque también de otros territorios bajo dominio japonés, como Tailandia, Vietnam, Malasia, Taiwán, Indonesia, y más adelante Birmania, Hong Kong, Macao y la Indochina francesa. Las estaciones de consuelo fueron instaladas a lo largo y ancho del Imperio japonés: en China, Filipinas, las Indias Orientales Neerlandesas (actual Indonesia), Malasia, Tailandia, Nueva Guinea y otros puntos estratégicos del avance militar. A pesar del aparente orden institucional, aquel sistema no fue más que una forma sistemática y organizada de abuso, represión y cautiverio.
Esta escala había sido impuesta por las autoridades japonesas por motivos de seguridad: tras la incursión sorpresa de los B-25 estadounidenses liderados por Doolittle en abril de ese mismo año (sobre la que tuvimos ocasión de hablar en otro hilo, Treinta segundos sobre Tokio: El reloj de Jimmy Doolittle), las defensas aéreas japonesas permanecían en alerta máxima. Las restricciones de seguridad implicaban que las rutas de vuelo se cambiaban diariamente, y cualquier aeronave que se aproximara en el momento equivocado, a una altitud no autorizada o con rumbo incorrecto, podía ser derribada. Para evitar incidentes, se pintaron insignias japonesas Hinomaru (disco solar) en el fuselaje y las alas del avión, y se embarcó a un piloto japonés, con Rossi como intérprete, para garantizar la navegación a través de un corredor aéreo controlado.
El 3 de julio, a primera hora de la mañana, el SM.75 despegó para cubrir los últimos 2.700 kilómetros. Sobrevoló Pekín, Dairen, Seúl y Yonago, en la costa norte de Honshu, antes de aterrizar a las 17:04 en la base aérea de Tachikawa, en las afueras de Tokio. A su llegada, el avión fue recibido con honores por el embajador italiano Giacinto Indelli, los agregados militares y numerosos oficiales japoneses. Así concluyó con éxito una proeza tanto técnica como simbólica: unir Roma y Tokio por vía aérea en plena guerra.
Doce días de verano
Durante su estancia en Tokio, la tripulación italiana fue recibida con la cortesía habitual en una misión diplomática de alto nivel. Participaron en visitas a instalaciones militares, conferencias, recepciones oficiales y recorridos turísticos organizados por las autoridades niponas. Sin embargo, tras esa fachada de cordialidad, el ambiente era de extrema cautela. La planificación del vuelo de regreso, así como su eventual difusión pública, enfrentó numerosas dificultades.
Desde el inicio quedó claro que las autoridades japonesas querían mantener el vuelo en el más absoluto secreto. Aunque el SM.75 RT había aterrizado el 3 de julio, no se autorizó ninguna comunicación oficial al respecto. Por parte italiana, se ejercieron fuertes presiones para aprovechar el potencial propagandístico de la hazaña: tanto el embajador Giacinto Indelli, siguiendo directrices del ministro Ciano, como el agregado militar, mayor Riccardo Federici, siguiendo instrucciones del general Casero, transmitieron a sus interlocutores que el secretismo era innecesario e incluso contraproducente. Argumentaron que la llegada de la tripulación italiana no podía haber pasado desapercibida para los diplomáticos soviéticos destacados en Tokio, y que, en caso de filtraciones, la existencia de rutas alternativas —a través de Egipto, Afganistán o la India— permitiría ofrecer una explicación plausible.
Aun así, las autoridades japonesas se mantuvieron inflexibles. El 11 de julio, el primer ministro Hideki Tōjō respondió oficialmente que no se permitiría la publicación de ninguna noticia, al menos por el momento. Eso sí, dejó abierta la posibilidad de reconsiderarlo en el futuro, una vez que se estableciera un enlace aéreo regular con escala en Rangún, momento en el que se podría lanzar una campaña de prensa conjunta. El mayor Federici propuso entonces una filtración controlada: hacer aparecer la noticia en la prensa suiza, como proveniente de Pekín o Shanghái.
Para la tripulación, mantener el silencio resultaba especialmente incómodo. Obligados a ocultar la verdadera ruta y a no mencionar su paso por la Unión Soviética, se vieron forzados a construir una versión alternativa de los hechos. Magini, como navegante, debía explicar a los mandos aéreos japoneses cómo habían llegado a Tokio. Se le ordenó simular una ruta meridional —una que, en realidad, no habían seguido—, lo que implicaba tiempos de vuelo mucho mayores. Los japoneses se mostraron admirados ante un trayecto aparentemente realizado con una eficiencia imposible, y aunque nadie dijo nada, Magini sospechaba que sabían que estaba mintiendo.
Paralelamente, se analizaban posibles rutas de regreso. Se volvió a considerar un itinerario meridional que cruzara Formosa (hoy Taiwán), el mar de China Meridional, las islas Andamán y el océano Índico. Sin embargo, entre los días 8 y 10 de julio, esta opción fue descartada: suponía cubrir más de 7.500 kilómetros, una distancia técnicamente muy exigente, que además obligaba a sobrevolar el norte de la India, bajo control británico y fuertemente defendido. Tanto por razones operativas como diplomáticas, resultaba inviable.
El 10 de julio, el gobierno japonés solicitó oficialmente que un piloto nipón se incorporara al vuelo de regreso del SM.75 RT, con el objetivo de adquirir experiencia directa sobre trayectos intercontinentales. La propuesta, sin embargo, fue recibida con reservas por parte italiana. Alegaron que las condiciones del aeródromo de Pao Tow Chen —a 1.020 metros de altitud, con altas temperaturas y una pista limitada— comprometían la seguridad del despegue, sobre todo si se incrementaba la carga. Además, volvieron a subrayar los riesgos de atravesar el espacio aéreo soviético. Finalmente, fueron los propios japoneses quienes retiraron la solicitud, sin ofrecer explicaciones. Más tarde se supo que la iniciativa había partido de organismos técnicos del Estado Mayor y de la Inspección General de Aviación, pero que había sido bloqueada por el poderoso Departamento Político del Ministerio de Guerra.
El 15 de julio se tomó la decisión final: el SM.75 RT regresaría a Italia vacío, del mismo modo en que había partido. Por razones de seguridad, no transportaría documentos, mensajes ni personal diplomático. Incluso los regalos oficiales ofrecidos por el gobierno japonés —tres espadas ceremoniales, destinadas a Mussolini, al general Rino Corso Fougier y al comandante Moscatelli— quedaron depositados en la embajada italiana en Tokio. El vuelo de regreso debía mantenerse dentro del mismo perfil bajo que había caracterizado toda la operación.
Arrivederci, no: Sayonara
Tras doce días en Japón, el clima político se tornaba cada vez más tenso. Las autoridades niponas, visiblemente recelosas, querían cerrar el episodio cuanto antes. El 15 de julio comunicaron a la delegación italiana que el avión debía despegar sin falta al día siguiente. Tras pasar la noche en vela preparando los últimos detalles, a las 05:20 del 16 de julio de 1942, el SM.75 RT despegó apresuradamente de Tokio rumbo a Pao Tow Chen.
A las 15:40, hora local, el avión volvió a posar sus ruedas sobre la pista mongola, donde se procedió a retirar las insignias japonesas y a acondicionar la aeronave para la siguiente y exigente etapa. La mayor preocupación era el despegue: el aeródromo, situado a 1.020 metros de altitud, contaba con una pista de apenas 1.300 metros. Con temperaturas cercanas a los 25°C y una carga de 21 toneladas, el margen de maniobra era mínimo.
Durante dos días, Moscatelli y el mecánico Leone recorrieron meticulosamente la pista, evaluando cada metro disponible, preocupados por la posibilidad de que un ligero viento de cola impidiera una salida segura. Se revisó de nuevo cómo reducir peso y como medida extrema, decidieron dejar atrás incluso los dos subfusiles y la munición que llevaban a bordo. Finalmente, a las 21:45 GMT del 18 de julio, el SM.75 RT inició su carrera de despegue. Los motores Alfa Romeo rugieron al máximo, y en el último instante, Moscatelli logró alzar el avión. El trimotor se hundió brevemente en un valle, ganando apenas la velocidad necesaria para estabilizarse en vuelo. Tardaron 75 minutos en alcanzar los 4.000 metros de altitud.
A lo largo del Gobi el cielo apareció parcialmente cubierto, con lluvias dispersas. Moscatelli, algo indispuesto, cedió los controles a Curto para descansar, pero una fuerte tormenta sobre Altái obligó a que tanto Curto como Magini retomaran el control manual. Cinco horas después de iniciado el vuelo, el piloto automático se averió, y Moscatelli tuvo que reincorporarse a los mandos, estableciendo un sistema de relevos cada dos horas.
Se produjeron turbulencias y relámpagos mientras luchaban por mantener el avión en el aire. Un rayo impactó en la antena de radio, inutilizándola y convirtiéndola en un peso muerto.
Cruzaron el Asia soviética en plena noche mientras Magini se esforzaba por tomar lecturas de posición a través de las densas nubes. La navegación se volvió cada vez más difícil: el cielo, completamente cubierto, impedía orientarse por las estrellas. Sólo los instrumentos de brújula ayudaban. Magini, no obstante, confiaba en el instrumental disponible, hacía correcciones según sus estimaciones del viento y se mantenía firme en el rumbo, aunque las condiciones estaban lejos de ser ideales. Fue entonces cuando Leone comunicó que el sistema de oxígeno había fallado.
Debido a los intensos combates en torno a Zaporiyia, el destino final debió desviarse hacia Odesa. El intento de localizar su posición mediante el radiogoniómetro de Stalino fue infructuoso, lo que obligó a Moscatelli a mantenerse en vuelo hasta el amanecer. Gracias a la pericia de Magini, lograron identificar una curva del río a 48 km de Odesa. A las 02:10 GMT del 20 de julio, tras 28 horas de vuelo y 6.350 kilómetros recorridos, el SM.75 RT aterrizó por fin, envuelto en una densa niebla. Un camión cargado de soldados alemanes salió a su encuentro para pedir explicaciones: nadie había anunciado su llegada. Tras explicar que Mussolini los esperaba en Roma, accedieron a repostar el avión y reparar la antena.
Moscatelli, completamente extenuado, se tumbó a dormir bajo el ala del avión. Apenas dos horas después le despertaron con una orden urgente: debía volar a Roma sin demora. Ese mismo día, a las 11:00, el avión despegó de Odesa y, tras una etapa final sin contratiempos, aterrizó en Guidonia a las 17:55, hora local. En la pista lo esperaban Benito Mussolini, el general Rino Corso Fougier y numerosos oficiales del Eje —italianos, alemanes y japoneses—. La misión había concluido con éxito.
Las recompensas no tardaron en llegar: Moscatelli y Magini fueron condecorados y ascendidos por méritos de guerra; Curto recibió la Medalla de Plata al Valor Militar; Mazzotti, la de Bronce; y Leone fue promovido a subteniente por su destacado desempeño como mecánico de vuelo.
Concluida la hazaña aérea, se reavivó el conflicto entre la discreción impuesta por Japón y el afán italiano de convertir el vuelo en un hito propagandístico. Se llegó incluso a considerar una estratagema: difundir versiones exageradas a través de la prensa suiza o portuguesa, para luego publicar desmentidos “oficiales”. De hecho, ese mismo 20 de julio, el agregado militar en Lisboa recibió instrucciones para diseminar información deliberadamente falsa sobre el vuelo —como la participación de un cuatrimotor, una sola escala, y velocidades muy superiores a las reales—, con el fin de provocar su reproducción en medios de países neutrales, para más tarde desmentirla públicamente.
Finalmente, se optó por una vía directa. El 26 de julio, Il Popolo d’Italia —órgano oficial del Partido Fascista— publicaba en portada el regreso triunfal de la misión: Vuelo de 26.000 km: ida y vuelta de Roma a Tokio. Un saludo de la Italia en armas al aliado Japón. Ciano informó a las autoridades japonesas de que la noticia se había publicado porque, tras enterarse de su aparición en la prensa suiza, no era aceptable que esta fuera la primera en anunciarla, anticipándose a la italiana.
En abierta desobediencia a las peticiones japonesas de mantener el silencio, todos los grandes diarios italianos replicaron la noticia. Revistas como La Domenica del Corriere (2 de agosto) le dedicaron portadas ilustradas a todo color, obra del célebre Achille Beltrame, y el quincenario Ali di guerra celebró la hazaña. La Rivista Illustrata del Popolo d’Italia, en su número de agosto, también se hizo eco de la noticia. Las fotografías mostraban el SM.75 RT rodeado por la tripulación y oficiales japoneses de uniforme.
El mensaje era claro: el vuelo había atravesado zona hostil. Y aunque en ningún momento se mencionó explícitamente a la Unión Soviética, resultaba evidente a qué potencia se aludía. La propaganda italiana, en consecuencia, ignoró deliberadamente la sensibilidad de su aliado japonés. Años más tarde, Magini recordaría cómo, aún de uniforme, él y sus compañeros fueron expulsados a mitad de una recepción en la embajada japonesa en Roma, justo en el momento en que los periódicos comenzaban a publicar las fotografías y titulares que implicaban el sobrevuelo de territorio soviético.
La publicidad de Savoia-Marchetti tampoco se hizo esperar, con un anuncio de página completa en Il Popolo d’Italia, destacando la capacidad de sus aviones para cruzar territorio enemigo. Incluso Alfa Romeo, fabricante de los motores del SM.75 RT, presentó una evocadora representación de la hazaña —obra del ilustrador Gino Boccasile— en la portada del número 31 (julio-septiembre de 1942) de su revista corporativa Alfa Corse.
Como curiosidad, incluyo el reportaje que, meses después, en octubre, publicó la Revista de Aeronáutica de España. Nótese cómo aún se sigue jugando al despiste. Para completar, añado también el artículo anterior sobre navegación astronómica.
Repercusiones políticas y planes futuros
Tras la culminación del primer vuelo experimental entre Roma y Tokio en julio de 1942, considerado tanto una proeza técnica como un ejercicio propagandístico, se inició inmediatamente la planificación de una segunda misión. Sin embargo, existían desde el inicio fricciones diplomáticas con Japón. El 2 de agosto de 1942, el gobierno japonés transmitió a Roma su descontento por no haber sido consultado sobre la ruta seguida por el vuelo inicial. Temían que, en caso de protesta soviética, se verían obligados a declarar que los italianos no habían solicitado su aprobación. En el mismo mensaje, se exigía evitar toda nueva comunicación pública sobre el vuelo, indicando que los japoneses habrían tolerado el uso de la ruta del norte —que sobrevolaba territorio soviético— siempre y cuando se mantuviera en secreto.
A pesar de estas tensiones iniciales, en ese mismo intercambio los japoneses propusieron organizar un segundo vuelo en septiembre de 1942, aunque esta vez empleando una ruta meridional. Italia aceptó y asignó el SM.75 RT MM.60543 a la operación. Aunque aún existía confusión en algunos círculos japoneses sobre si el vuelo inicial se había realizado vía Rangún, la insistencia en mantener el secreto y evitar cualquier provocación con la Unión Soviética llevó a la renuncia definitiva a la ruta del norte.
Dos rutas principales fueron consideradas para la segunda misión: una vía Rodas, que sumaba unos 13.200 km, con un tramo sin escalas de 7.000 km hasta Rangún; y otra más extensa, pasando por el oasis de Gialo (actual Jalu, en Libia), con una distancia total de 14.100 km. A comienzos de octubre de 1942 se consolidó un plan detallado: el vuelo partiría desde Bengasi, sobrevolaría Egipto, Arabia, el norte de Omán, el estrecho de Ormuz, Bombay y llegaría a Rangún. Allí el avión recibiría los emblemas japoneses y seguiría rumbo a Tokio, realizando escalas en Bangkok y Clark Field (Filipinas). El trayecto entre Bengasi y Rangún, de unos 7.725 km, constituía el tramo más largo y exigente, y se planeaba volarlo de noche para evitar interceptaciones aliadas.
Sin embargo, esta nueva ruta implicaba riesgos considerables. La posibilidad de ser detectado por la RAF sobre territorio indio era elevada, y aún quedaban por instalar infraestructuras críticas, como el radiofaro de Rangún. A esto se sumaban las dudas, por parte italiana, sobre abandonar la ruta previamente validada y segura del vuelo inaugural, así como la cuestión —aún sin resolver— de cuál sería el avión más adecuado para una operación tan compleja.
Aunque el SM.75 RT había probado su eficacia, la Regia Aeronautica no lo consideraba adecuado para una línea regular de comunicaciones con Japón. Se contemplaba como solución transitoria, en espera de aeronaves más avanzadas. Uno de los principales candidatos seguía siendo el Fiat G.12, un trimotor robusto y moderno, cuyo desarrollo había comenzado con la intención de competir con el alemán Junkers Ju 52.
El prototipo del G.12 voló por primera vez el 14 de octubre de 1940. Con una estructura enteramente metálica, alas de gran envergadura y motores Fiat A.74 RC.42 de 770 CV cada uno, el avión ofrecía mejores capacidades de vuelo en altura, mayor resistencia a las condiciones atmosféricas y una autonomía respetable. Su versión inicial “Gondar”, concebida para conectar con ese punto en la lejana África Oriental Italiana, contaba con 18 depósitos de combustible y una autonomía de unos 4.500 km. La capitulación de Gondar en noviembre de 1941 anuló esa misión específica, pero el aparato demostró un rendimiento prometedor.
En agosto de 1942, el comandante Moscatelli realizó pruebas con el G.12, confirmando sus buenas cualidades: capacidad de despegue en menos de 650m incluso a plena carga, buena maniobrabilidad y estabilidad en vuelo, con capacidad de mantener altitud incluso con un motor fuera de servicio. No obstante, se señalaron algunas mejoras necesarias: dirección demasiado dura, dispositivos antihielo insuficientes y lentitud en la retracción del tren de aterrizaje.
Con estos datos, se solicitó una versión mejorada: el G.12 RT, con motores Alfa Romeo 128 R.C.18, tren de aterrizaje reforzado, radioayudas de última generación, 27 tanques de combustible (13.055 litros totales) y mejoras aerodinámicas y estructurales. El primer ejemplar, MM.61277, voló por primera vez el 4 de agosto de 1942. Bajo la dirección del teniente coronel Enrico Cigerza y del capitán De Petris, se iniciaron intensas pruebas con carga progresiva y vuelos de ensayo, bajo la supervisión del ingeniero Giuseppe Gabrielli. A pesar del éxito técnico, el alto coste de preparación y la limitada disponibilidad de recursos en plena guerra hacían de esta solución una medida temporal y onerosa a la espera de aparatos más modernos.
El segundo vuelo se proyectó para finales de agosto, pero las nuevas condiciones impuestas por Japón hicieron imposible mantener ese calendario. Además, se proponía nuevamente transportar al líder nacionalista indio Subhas Chandra Bose, quien aceptó viajar sin equipaje con tal de llevar consigo a uno de sus colaboradores.
La ruta meridional seguía planteando complejidades adicionales. Aparte de los mayores riesgos de intercepción sobre India y el sudeste asiático, aún se carecía del radiofaro de Rangún, imprescindible para la navegación nocturna. El 11 de noviembre, los japoneses informaron que no podrían instalarlo antes de 4 o 5 meses. El general Giuseppe Casero respondió recordando su necesidad crítica. Sin esa ayuda a la navegación, el vuelo resultaba inviable.
Finalmente, el 17 de noviembre de 1942, las autoridades italianas suspendieron el proyecto. El personal asignado fue redistribuido a sus unidades de origen, y el teniente coronel Cigerza, con el G.12 RT MM.61277, pasó a efectuar vuelos logísticos nocturnos entre Castelvetrano y Trípoli, transportando combustible para el esfuerzo bélico en África.
El G.12 RT tendría un triste final el 13 de mayo de 1943, cuando durante una misión de emergencia para llevar agua potable a Pantelaria, impactó con una bomba no señalizada al intentar aterrizar con visibilidad reducida. El avión quedó irremediablemente dañado y fue posteriormente destruido para evitar su captura antes de la capitulación de la isla.
La combinación de presiones diplomáticas, necesidades militares más urgentes, errores de comunicación y las cambiantes circunstancias del conflicto —especialmente tras los desembarcos aliados en el norte de África (Operación Torch) y las derrotas del Eje en Túnez y Sicilia— cerraron definitivamente el capítulo del segundo vuelo Roma-Tokio.
Japón nunca reconoció públicamente la hazaña italiana; de hecho, no lo hizo hasta años después de terminada la guerra, y durante mucho tiempo la describió como una simple invención propagandística.
Más allá de sus limitados resultados operativos, estos esfuerzos italianos no fueron inútiles: representaron un valioso banco de pruebas para futuras rutas aéreas intercontinentales. No en vano, los desarrollos técnicos impulsados por estos vuelos —como el Fiat G.12, el proyectado Piaggio P.108C y el ambicioso P.127 de seis motores— anticiparon los enlaces aéreos globales que, tras la guerra, quedarían en manos de las naciones vencedoras.
Nota: Los planes japoneses para volar a Berlín con el Ki-77 tampoco llegarían a buen puerto, y varios proyectos alemanes similares nunca terminaron de concretarse. Con las principales rutas marítimas bajo control de los Aliados, la única vía de intercambio entre Japón y Europa fue el empleo de submarinos, en lo que los japoneses denominaron misiones Yanagi (sauce). En algunos casos, submarinos japoneses llegaron hasta Brest o la base alemana de Lorient; en otros, el intercambio se efectuó en alta mar.
Uno de esos episodios ocurrió la noche del 26 al 27 de abril de 1943, cuando el submarino alemán U-180 se reunió con el japonés I-29 en el océano Índico, frente a Madagascar. Durante una operación de superficie que duró más de diez horas, Subhas Chandra Bose fue transferido al I-29 a bordo de una lancha inflable. A cambio, dos pasajeros VIP y una cantidad de oro destinada a la embajada japonesa en Berlín pasaron al U-180.
El 6 de mayo, el I-29 desembarcó a Bose en Sabang, una isla frente al extremo norte de Sumatra. Desde allí, continuó su colaboración con el Ejército Nacional Indio, una fuerza creada por Japón a partir de grupos antibritánicos, prisioneros de guerra y desertores del ejército colonial británico, que participó en la fallida invasión japonesa de la India en 1944.
Bose moriría en un accidente aéreo en Taiwán en agosto de 1945, mientras intentaba volar a la Unión Soviética, en busca de apoyo para su causa.
Publio Magini y sus relojes, el Sistema Magini
Como hemos visto, dada la dificultad de la empresa, contar con un buen navegante era esencial para completar con éxito una ruta que atravesaba territorio enemigo o zonas sin ningún tipo de ayuda a la navegación, dependiendo exclusivamente de las técnicas de navegación astronómica. En este contexto, la elección del capitán Magini no fue en absoluto casual.
Publio Magini, nacido el 10 de abril de 1910 en Massa, en la región de la Toscana, era hijo de un profesor de Livorno. Su padre, de convicciones socialistas, llevó al pequeño Publio al histórico congreso de 1921 que marcaría el nacimiento del Partido Comunista Italiano. Sin embargo, nuestro protagonista no siguió la senda política: se decantó por la ciencia, estudiando Física y Química y desarrollando una mentalidad rigurosamente analítica.
En 1931 fue llamado a filas y se incorporó a la Regia Aeronautica, donde recibió formación como piloto. Destinado en Roma, vivió allí una etapa feliz: conoció a la que sería su futura esposa y disfrutó tanto del vuelo como de la camaradería de sus compañeros. No obstante, dos años después, al concluir el servicio obligatorio, dejó la Fuerza Aérea y se trasladó a Florencia, donde trabajó como farmacéutico.
Pero el nuevo empleo no compensaba el vacío que sentía lejos del cielo. Echaba de menos el vuelo, la adrenalina y a sus antiguos camaradas, así que se reenganchó. Fue destinado a Brindisi, en el sur, donde se convirtió en un experto en vuelos nocturnos y en el manejo de hidroaviones.
A pesar de su competencia como aviador, nunca llegó a asumir del todo la mentalidad de un militar: seguía siendo, ante todo, un científico. Se convirtió en un pionero del vuelo instrumental y, pronto, en un reputado instructor. Gracias a su desempeño, en 1938 se le encomendó organizar una academia de vuelo cerca de Roma especializada en instrucción para vuelo en condiciones meteorológicas adversas. Aún seguía al frente de esta escuela en la víspera de la entrada de Italia en la guerra.
Paradójicamente, con el estallido del conflicto, se decidió clausurar la academia. Tan firme era la creencia en una victoria rápida que se consideró innecesario formar nuevos pilotos para el futuro: lo urgente era contar con aviadores listos para entrar en combate de inmediato. Magini consideró esta decisión un grave error.
Tras diversos servicios, a principios de 1942 fue destinado al Estado Mayor de la Fuerza Aérea en Roma. Allí, el general Mario Bernasconi le encomendó una misión especial: estudiar y mejorar la instrumentación de a bordo de los aviones. No se le informó del uso que se haría de su trabajo; todo estaba rodeado de un estricto secreto.
Con materiales recuperados de los arsenales enemigos conquistados, Magini comenzó a modernizar la instrumentación existente, y no sólo eso: también diseñó nuevos dispositivos adaptados a la navegación astronómica. Por ejemplo, junto a un dibujante, elaboró dos hemisferios celestes siguiendo criterios propios, de modo que incluso los no iniciados pudieran reconocer las constelaciones. Adoptó la nomenclatura estadounidense para las coordenadas, prefiriendo la ascensión inversa (uso de coordenadas en ángulo horario) a la recta, lo que facilitaba los cálculos en vuelo. Incorporó tablas británicas de altura y azimut, más claras y legibles que las italianas. E incluso diseñó un nuevo tipo de sextante —más sencillo de usar en vuelo— capaz de calcular automáticamente el promedio de varias alturas tomadas de forma discontinua, junto con la media temporal correspondiente. Envió sus diseños y fundamentos teóricos a Officine Galileo de Florencia, donde se construyó un prototipo funcional.
Los estudios científicos de su juventud, unidos a su experiencia aeronáutica y a su talento personal, le habían permitido iniciar una verdadera revolución en el campo de la navegación aérea italiana. Salvando las distancias, podría decirse que Publio Magini fue una especie de P. V. H. Weems italiano.
Finalmente, se desveló el motivo de tanto secretismo: había sido seleccionado como navegante para formar parte de la tripulación encargada de llevar a cabo una misión sin precedentes… con destino a Tokio.
Tras el éxito del vuelo a la capital del Imperio japonés —donde pudo aplicar y demostrar la validez de sus innovaciones en navegación—, Publio Magini continuó involucrado en la planificación de nuevas misiones. Entre ellas se contempló un segundo vuelo a Tokio, así como una audaz operación de bombardeo sobre Nueva York empleando un hidroavión CANT Z.511. Inicialmente, el ataque se concebía con fines puramente propagandísticos: lanzar una tonelada de panfletos tricolores sobre la ciudad de los rascacielos. No obstante, también se llegó a estudiar un plan más ambicioso que implicaba el despliegue de torpedos tripulados SLC Maiale para llevar a cabo un ataque directo contra el puerto de Nueva York.
Sin embargo, el contexto italiano se deterioraba con rapidez. Sus dos hermanos fueron arrestados por actividades antifascistas, un hecho que, aunque no afectó su carrera profesional, le hizo cargar con un peso moral difícil de ignorar. Seguía siendo un aviador respetado, seleccionado para misiones de alto nivel como las visitas diplomáticas del ministro de Asuntos Exteriores, Galeazzo Ciano, a los países del Eje. No obstante, Magini no podía evitar el malestar. Mientras volaba junto a las figuras más prominentes del régimen, su mente regresaba a los frentes de batalla, donde sus camaradas luchaban y morían, o a la cárcel, donde sus hermanos estaban en peligro por sus ideas.
Como ayudante de vuelo del jefe del Estado Mayor de la Regia Aeronautica, general Rino Corso Fougier, participó en la célebre reunión de Feltre entre Mussolini y Hitler, celebrada el 19 de julio de 1943.
Tras la caída de Mussolini el 25 de julio, su vinculación con el nuevo gobierno del mariscal Pietro Badoglio lo alejó de Roma y lo mantuvo separado de su familia. El 31 de agosto pilotó el avión que transportó a una delegación italiana —compuesta por el general Giuseppe Castellano y el cónsul Franco Montanari— desde el aeropuerto militar de Roma-Centocelle con destino a Sicilia. Allí tuvo lugar la primera reunión oficiosa sobre la rendición italiana propuesta por los Aliados, entre enviados del mariscal Badoglio y representantes de los altos mandos angloamericanos.
También estuvo presente en el aeropuerto de Pescara la noche del 9 de septiembre, preparado para una eventual evacuación del rey Víctor Manuel III. Pocas semanas después, el 29 de septiembre, acompañó al mariscal Badoglio en su primer encuentro con los generales Eisenhower y Alexander, a bordo del acorazado británico HMS Nelson.
Con la liberación de Roma, tras nueve meses de separación, pudo finalmente reencontrarse con su esposa y sus hijos, atrapados en la capital durante la ocupación.
Finalizada la guerra, abandonó la vida militar con el rango de teniente coronel. Los siguientes cuarenta años de su vida fueron tan diversos como ricos, reflejo de su curiosidad intelectual y amplitud de intereses. Amante de la arqueología y del arte contemporáneo, emprendió proyectos que iban desde la creación de un astillero en La Maddalena hasta la apertura de una galería de arte y una imprenta en la efervescente Roma del boom económico. También publicó una traducción al italiano de The Last Enemy, las memorias de guerra del piloto anglo-australiano Richard Hillary, escritas tras la Batalla de Inglaterra y publicadas originalmente en 1942.
Su autoridad en materia de navegación aérea hizo que fuera invitado a actualizar la entrada correspondiente en la prestigiosa Enciclopedia Italiana de las Ciencias, las Letras y las Artes (conocida como Enciclopedia Treccani). Magini participó en la redacción de los apéndices de 1949, 1961 y 1979, contribuyendo con su conocimiento riguroso a una obra de referencia comparable a la Enciclopedia Espasa o la Britannica.
Fue también profesor de Física, colaborador en expediciones arqueológicas subacuáticas, y fundador de una red radiofónica italiana.
En el ámbito de la aviación civil, trabajó para Avio Linee Italiane (ALI) y más tarde para Boeing, donde dejó su huella en múltiples campos: desde el desarrollo de técnicas de aterrizaje instrumental y el diseño de hidroalas, hasta la colaboración en el sistema de aterrizaje automático del transbordador espacial. Jugó un papel clave en el inicio de las relaciones comerciales entre las industrias aeronáuticas italiana y estadounidense, y durante 35 años actuó como consultor europeo para los presidentes sucesivos de Boeing, que valoraban no sólo su experiencia técnica sino también su visión estratégica. Fue, en muchos sentidos, la encarnación del aviador del siglo XX.
Falleció en 2002, a los 92 años. Póstumamente se publicaron sus memorias —en las que el viaje a Tokio ocupa un lugar central—, así como una emotiva recopilación de las cartas de amor que escribió a su esposa entre 1932 y 1944.
Volviendo al vuelo a Tokio, como hemos visto, Magini seguía un enfoque muy cercano al de las enseñanzas del comandante Philip Van Horn Weems, por lo que no resulta sorprendente descubrir que también consideraba imprescindible contar con instrumentos horológicos de alta precisión. Como ya señalamos en Treinta Segundos Sobre Tokio: El Reloj de Jimmy Doolittle, Weems diseñó con este propósito su célebre reloj de ajuste de segundo (second-setting), una herramienta fundamental para sincronizar el cronometraje durante la navegación astronómica. Posteriormente, esta idea evolucionaría con Charles Lindbergh hacia un nivel aún mayor de especialización con el desarrollo del Lindbergh Hour Angle Watch, diseñado específicamente para facilitar la determinación de la longitud geográfica en vuelo.
En esta misma línea, uno de los relojes seleccionados para la misión fue precisamente un Longines Lindbergh Hour Angle Watch; el otro, un cronógrafo de Eberhard & Co. algo más singular. Esta elección no respondía únicamente a criterios técnicos, sino también a la necesidad de estandarizar los procedimientos de navegación en vuelos de largo alcance, donde la precisión temporal resultaba tan crucial como la exactitud cartográfica.
En el mencionado hilo sobre el reloj de Jimmy Doolittle abordamos con mayor profundidad el desarrollo de la navegación aérea y el papel de sus principales pioneros. Allí se analizan tanto los avances técnicos como las contribuciones fundamentales de figuras como Weems y Lindbergh en la evolución de los métodos de orientación en vuelo, por lo que no es necesario detenernos de nuevo en ese aspecto.
Sí incluiré, no obstante, entre las referencias un par de enlaces —ya citados en aquel hilo— que ofrecen una explicación clara y accesible sobre el uso del Longines Lindbergh Hour Angle Watch, uno de los instrumentos clave en la historia de la navegación astronómica aplicada a la aviación.
Por lo demás, nos encontramos ante el modelo estándar, con unas generosas dimensiones de 47 mm —típicas en los relojes de aviador— y equipado con el robusto calibre de remonte manual Longines 18.69N.
El reloj, tal como se indica en la propia esfera, fue suministrado por A. Cairelli. Según consta en los archivos de Longines, el pedido fue facturado el 18 de noviembre de 1939 a la empresa Ostersetzer, que por aquel entonces era el agente de Longines en Italia.
La empresa A. Cairelli, situada en el número 144 de la Via del Corso, en pleno centro de Roma, fue fundada por Antonio Cairelli. Inició su actividad en la década de 1920 como taller de reparación de relojes, pero a partir de 1932 pasó a desempeñar un papel clave como intermediario entre las Fuerzas Armadas italianas —a través del ministerio competente en materia de Defensa— y diversos fabricantes suizos.
Cairelli se encargaba de importar relojes desde Suiza conforme a las especificaciones técnicas establecidas por el gobierno italiano, y se ocupaba de distribuirlos entre los distintos cuerpos militares. Además, se cree que la empresa ofrecía también servicios de mantenimiento y reparación, con el objetivo de garantizar el correcto funcionamiento de los instrumentos suministrados.
Entre las casas relojeras suizas con las que A. Cairelli mantuvo una relación más estrecha destacan Zenith y Universal Genève, seguidas por Leonidas y Breitling. Finalmente cerraría sus puertas a finales de los 60, principios de los 70.
La segunda pieza, aún más especial si cabe, fue desarrollada en colaboración directa con el fabricante suizo Eberhard & Co., una casa histórica con un legado técnico notable, especialmente en el campo de los cronógrafos.
La firma fue fundada en 1887 en La Chaux-de-Fonds por el joven George-Emile Eberhard, con tan solo 22 años, y su socio Henri Rosselet, bajo el nombre Eberhard et Rosselet. A pesar de su juventud, la empresa prosperó rápidamente. Ya en 1909 se había consolidado como uno de los fabricantes más distinguidos de Suiza, gracias en buena parte a su excelente reputación internacional y a la habilidad de Eberhard para comercializar sus productos en el extranjero.
Ese crecimiento culminó con el traslado de la manufactura a un imponente edificio en el centro de La Chaux-de-Fonds, con una torre abovedada coronada por un águila que lo convirtió —hasta la década de 1960— en el edificio más alto de la ciudad. Una metáfora perfecta del ascenso de la marca. Hoy, ese mismo edificio sigue siendo propiedad de la compañía y alberga su museo, que narra el recorrido de Eberhard a lo largo del siglo XX. George-Emile falleció en 1919, pero su legado fue recogido por sus hijos Georges y Maurice.
Desde sus primeros años, Eberhard demostró una clara vocación por la innovación. En 1894 introdujo un reloj de bolsillo Lépine con esfera de porcelana y agujas estilo Luis XV, dotado de un calibre que incorporaba una función de alarma con remontoire. El sistema de ajuste horario mediante la corona fue innovador y se registró como patente.
Uno de los campos donde Eberhard siempre ha destacado es el de los cronógrafos, tanto de bolsillo como de pulsera. En 1910 presentó un cronógrafo de bolsillo estilo Savonette que combinaba complicación de cronógrafo con repetición de horas y cuartos, logrando un equilibrio perfecto entre técnica y estética, y ofreciendo una funcionalidad pensada para el uso cotidiano.
En 1919, como tributo a su fundador recientemente fallecido, la firma dio un paso decisivo en la transición hacia el reloj de pulsera, con un cronógrafo monopulsador de gran diámetro, esfera de porcelana, escala taquimétrica en espiral y números Breguet. Aunque todavía muy influenciado por los relojes de bolsillo de la época, este modelo marcó la entrada de Eberhard en el naciente mercado de los relojes deportivos de muñeca.
El espíritu innovador de la casa se manifestó con fuerza en 1920, con uno de los primeros relojes de pulsera dotado de indicación digital de horas saltantes. A través de dos ventanas situadas en el centro de la esfera —una trapezoidal para las horas y otra semicircular para los minutos—, Eberhard propuso una lectura del tiempo poco convencional, integrada con un cronógrafo.
En 1935, la marca presentó un modelo destinado a convertirse en un hito: el cronógrafo conocido por los coleccionistas como Pre-Extrafort por ser el precursor del icónico Extra-Fort. Este reloj supuso una ruptura definitiva con las convenciones estéticas heredadas del reloj de bolsillo, adoptando un diseño más moderno y funcional.
Desde el punto de vista técnico, Eberhard eligió un calibre Valjoux 65, sobre el cual introdujo modificaciones pioneras. Entre ellas, destaca un mecanismo que permitía detener y reanudar el cronógrafo con un único pulsador, sin reiniciar la cuenta: una solución avanzada para su tiempo. Para ello, sustituyó el pulsador tradicional a las 4 por un innovador “slide” o deslizante, que funcionaba lateralmente a lo largo de la caja, permitiendo controlar el cronógrafo con un simple gesto en una u otra dirección. Esta característica evitaba reinicios accidentales y representaba una verdadera herramienta profesional, muy adelantada a su época. Eberhard otorgó a este movimiento el nombre propio de calibre 16000, en reconocimiento a su singularidad.
Otra aportación histórica fue la incorporación del contador de horas, siendo Eberhard el primer fabricante en introducirlo en un reloj de pulsera. Además, el Pre-Extrafort destacaba por su caja de 40 mm de diámetro, una medida insólita en la época, que confería gran protagonismo visual a la esfera. Todo ello, junto con un diseño perfectamente equilibrado, lo convirtió en una de las piezas más codiciadas por los coleccionistas y en un referente dentro del mundo de los cronógrafos.
El punto culminante de esta filosofía relojera lo encarna el modelo Rattrapante, lanzado en 1939. Equipado con el calibre Valjoux 55VBR, este cronógrafo de doble aguja se situó en una categoría extremadamente exclusiva: solo Patek Philippe —considerada por muchos como una de las casas relojeras más prestigiosas de la historia— ofrecía una complicación semejante en producción regular. Eberhard no solo se unía así a un club muy reducido, sino que reafirmaba su compromiso con la excelencia técnica y la relojería de vanguardia.
Nota: ¿Qué es exactamente un cronógrafo rattrapante (también llamado ratrapante, split-second, “de segundero desdoblado” o cronógrafo doble)?
(Del francés rattraper, que significa “recuperar”, “atrapar” o “alcanzar”)
En términos sencillos, se trata de un cronógrafo equipado con dos agujas centrales de segundos, que permite medir varios intervalos de tiempo independientes con un solo dispositivo.
Por ejemplo, imaginemos que queremos cronometrar una carrera con varias vueltas y necesitamos diferentes datos: el tiempo total, los tiempos por vuelta y las velocidades medias.
Con un reloj rattrapante, iniciamos el cronógrafo como cualquier otro, utilizando la primera aguja central para medir la duración total de la carrera. Pero además, un pulsador (en el caso que nos ocupa, habitualmente integrado en la corona pero la configuración variará según épocas y fabricantes) permite detener de forma independiente la segunda aguja central para registrar el tiempo de una vuelta, mientras la primera sigue en movimiento.
Al accionar nuevamente el pulsador, la aguja detenida “alcanza” a la otra y ambas vuelven a sincronizarse, listas para una nueva medición parcial. Este ingenioso mecanismo permite registrar múltiples tiempos intermedios sin necesidad de utilizar varios cronómetros simultáneamente.
Por otro lado, Eberhard contaba con un sólido mercado en Italia. La leyenda del motor, Tazio Nuvolari, utilizaba uno de sus relojes de bolsillo con alarma.
En los años treinta, los precisos relojes de Eberhard ya eran usados por oficiales de la Marina Italiana, la firma había sido proveedora oficial desde la década anterior. Teniendo en cuenta esta implantación y su reconocido saber hacer técnico, no resulta pues sorprendente que Magini colaborara con la casa para diseñar un reloj que se adaptara a sus necesidades.
La pieza toma como base uno de los cronógrafos de bolsillo de la marca, aunque presenta diversas modificaciones. La caja de 50 mm alberga un cronógrafo rattrapante con calibre de remonte manual 1109, configurado para indicar la hora en formato de 24 horas en lugar del habitual de 12.
Dispone de un pulsador coaxial integrado en la corona, un pulsador rectangular ubicado a las 4 horas para las funciones del cronógrafo, y un pulsador corrector adicional en las posiciones de las 16 y 24 horas que permite el ajuste rápido del mes y la fecha.
La esfera, orientada 90° respecto a la disposición convencional, presenta la inscripción “Sistema Magini”. Originalmente de tono plateado o achampanado, ha adquirido una pátina con el paso del tiempo. Está calibrada para 24 horas y dividida en 60 minutos/segundos, con subdivisiones en 1/5 de segundo, mediante impresión esmaltada. Cuenta con dos ventanas: una a las 12 horas para el mes y otra a las 24 horas para la fecha.
Sin duda, una configuración propia de un reloj herramienta, concebido para facilitar al navegante sus cálculos con la máxima precisión.
Los relojes, que habían permanecido juntos desde 1942, fueron separados en 2002. Subastados como lotes consecutivos, acabaron en manos de dos propietarios distintos. Pasaron los siguientes 13 años por separado, hasta que se reunieron de nuevo y fueron vendidos en una subasta de Phillips en Ginebra, en noviembre de 2015.
El propietario actual es Andy Tolley, un coleccionista australiano afincado en Tailandia, conocido por su amplia colección de relojes vinculados a la aviación. Es un experto en Longines, y muy especialmente en sus emblemáticos modelos Hour Angle y Weems.
Un último apunte para terminar. Cuando los relojes se ofrecieron como lote único en la subasta de Phillips, venían acompañados de una serie de elementos adicionales que ayudaban a contextualizar su historia y situarlos en el tiempo.
Entre estos extras destacaba una interesante carta de Eberhard, fechada el 7 de abril de 1943 y dirigida al mayor Ghiglia, miembro de la Regia Aeronautica y uno de los agregados militares en la embajada italiana en Suiza.
En dicha misiva se confirmaba un pedido de 20 cronógrafos, siguiendo el diseño previamente suministrado, con la siguiente distribución:
- 10 unidades con calibre rattrapante y ventana de fecha.
- 10 unidades con calibre no rattrapante, con ventanas de fecha y mes.
La carta añadía que estos cronógrafos llevarían la denominación “Mod. Mag.” y que el diseño sería registrado y patentado por Eberhard a nivel internacional.
Se indicaba, además, que los relojes debían ser entregados en la embajada en un plazo máximo de dos meses. Sin embargo, el curso de los acontecimientos —con la caída del régimen de Mussolini en julio de 1943 y el avance de las fuerzas aliadas— dejó el pedido en el aire, probablemente sin completar o sin entregar del todo.
Menciono esta carta porque, a raíz de la subasta de Phillips y en años posteriores, han ido apareciendo otros cronógrafos con la denominación “Mod. Mag.” que algunos han intentado vincular con aquel pedido. El problema es que estos relojes presentan configuraciones muy dispares: desde modelos de bolsillo hasta de pulsera, todos con una única ventana de fecha, pero con variaciones en el calibre —algunos rattrapante, otros no—.
En uno de estos casos, cuando surgió un modelo de pulsera atribuido al lote original, Andy Tolley se puso en contacto con Eberhard para verificar su autenticidad. Desde la manufactura le confirmaron que no existía constancia alguna de ese reloj en sus archivos y el registro de patente que se menciona en la carta tampoco parece constar. Pese a todo, la pieza acabó vendiéndose en subasta por más de 125.000 euros.
Teniendo en cuenta la falta de escrúpulos que a veces demuestran ciertos vendedores y casas de subastas, cualquier cosa es posible. Por nuestra parte, y para no entrar en polémicas, preferimos dejarlo aquí: como un misterio sin resolver.
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Referencias y materiales de ampliación
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